Hanns Alexander, un judío que sobrevivió al dantesco campo de concentración, logró encontrar al temido kommandant Rudolf Höss, que fue juzgado y ahorcado
Rudolf Höss fue ahorcado por sus crímenes en abril de 1947 , conmovedoramente./elmundo.es
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Los nombres del título corresponden a Hanns Alexander, judío alemán que sufrió los efectos del nazismo, y tío abuelo del autor, y Rudolf Höss
(no confundir con Hess, el de Spandau), jefe de Auschwitz y responsable
por ello del exterminio de (¿dos? ¿tres?) millones de judíos. Harding
ha contado esa historia siguiendo la trayectoria de cada uno por su lado
hasta que ambas confluyen, y presentando su lado personal y humano, de
ahí lo de referirse a ellos por el nombre de pila.
Esa familiaridad con los protagonistas (que en un caso es estricta,
ya que hay una relación de parentesco), debida al deseo del autor de
mostrarlos desde sus respectivos puntos de vista, y por tanto de un modo
más cercano, ha provocado las previsibles reticencias. "Pero ya empezamos a mostrar a los nazis desde una perspectiva humana",
replica Harding. "En el Archivo del Holocausto de Washington se están
recibiendo objetos suyos, y en el propio Auschwitz se plantean también
incluirlos. Quizá eso nos ayude a entender cómo fue posible que hicieran
lo que hicieron".
"Al principio», añade el escritor, "tenía claro que Hans es el héroe y Höss es como un malo de cómic. Pero comprendí que, para dar una perspectiva humana, tenía que ver a Höss como Rudolf.
Y para eso tenía que saber más sobre él y cómo había sido en familia.
Vi que los dos son hombres complejos, que Hanns no se toma la vida muy
en serio hasta que se topa con el horror de Auschwitz, y que Rudolf
tiene una infancia poco alegre. Puedes incluso llegar a sentir empatía
por ese Rudolf niño, pero jamás están al mismo nivel, pese a las sombras
que pueda haber en la actuación de Hanns". Entre esas sombras está la
posible ejecución sin juicio -o sea, asesinato-, encubierta como
suicidio, de otro nazi cazado poco antes que el Kommandant.
Ni están al mismo nivel ni hay nada parecido a una disculpa para el asesino, ya que, según Harding, "Höss
no era un autómata, sino alguien que toma decisiones, que supervisa a
diario la actividad del campo y sabe perfectamente lo que ocurre; sabe que está mal lo que hace, pero suprime su respuesta emocional a esos hechos; tenía absoluto control sobre sus actos".
En ese rastreo del pasado de Rudolf Höss, hay, inevitablemente, una
indagación en los orígenes del nazismo. Y el autor confirma que Höss,
como el propio Hitler, fue un desarraigado que encontró lo más parecido a
una familia entre sus camaradas de armas. Y en la investigación sobre
la vida privada del asesino, nos topamos con el curioso personaje de su
mujer, Hedwig, a la que algunos prisioneros, empleados en el chalet
familiar anexo al campo, llamaban el 'Ángel de Auschwitz'; o con el hecho de que otro llegó a hacer un avión de madera para uno de los hijos.
"Hay que tener en cuenta", explica Harding la aparente incongruencia,
"que fueron muy pocos los prisioneros que entraron en contacto con la
familia, y éstos eran escogidos; eran más prisioneros políticos que
judíos. El caso de cuatro o seis no cuenta frente a los horrores
sufridos por cientos de miles. Y ese 'Ángel de Auschwitz' era la misma
mujer que se quiso quedar con un chalet que le gustaba, sabiendo lo que
ocurría al lado. La mujer de Höss creía firmemente en los ideales nazis".
Por cierto, que fue Hedwig la que acabó cantando el paradero de su
siniestro marido, escondido con falsa identidad tras la derrota militar
del nazismo. Lo hizo ante la convincente amenaza de Hanns de que se
llevarían a su hijo mayor a Siberia y no volvería a verlo. Unas horas
después, Rudolf Höss tenía metida en la boca la pistola de Hanns Alexander.
Faltaba comprobar su verdadera identidad; lo que se logró cuando se
pudieron ver los nombres -Rudolf y Hedwig- que había grabados en su
anillo de bodas, y que Höss sólo accedió a quitarse ante otra amenaza de
Hanns, la de cortarle el dedo, que profirió con el correspondiente
cuchillo en la mano.
Antes de llevársele detenido, la veintena larga de soldados que
acompañaban a Hanns, bastantes de ellos judíos, propinaron al Kommandant
una paliza que tuvo que detener el médico del grupo ante el peligro de
que no saliera vivo. Y antes de ser entregado a las autoridades
británicas, Rudolf sufrió un interrogatorio en el que conoció los
efectos de su propio látigo, manejado por Hanns. Nadie dijo que ésta fuera una historia edificante.