De fantasmas, magos y criaturas
Despertar
Nicio de Lumbini
—¿Dice usted que ésta casa no existe, que usted es un
fantasma? ¿Pues dónde estoy?
—En el despertar de un sueño.
¿Por qué no?
T. S. Eliot
¡Si supieran qué miedo puede tener un fantasma de los
hombres!
Inventores de
magia
Walter
Muschg
Éstos se aliaban misteriosamente con las fuerzas
naturales. Tenían conocimiento acerca de realidades de índole superior que
estaba reservado a los iniciados. Conocían las secretas palabras poderosas que
abrían y cerraban el dominio de los espíritus. Estos maestros capaces de todo,
regían el tiempo, el crecimiento y los astros, y hasta podían hacer volver a
los muertos. Pronunciaban sus fórmulas como órdenes irrevocables, con la fuerza
irresistible de la bendición y la maldición. Sabían palabras cuya enunciación
encerraba peligro de muerte y con las cuales podían desquiciar el universo
entero. Su influjo sobre los espíritus les proporcionaba una terrible
conciencia de poder que mantenía a raya a quienes los rodeaban, pues no siempre
lo empleaban con buenas intenciones.
Noel
Juan Carlos Moyano
Ortíz
Nació cadáver.
Envejeció y con los años, poco a poco,
se le enderezó la columna vertebral, sanó del reumatismo y la piel se le fue
templando en una sonrosada lisura.
Se acostó con bellas mujeres, triunfó
en las apuestas hípicas, acertó al gordo en tres loterías y con habilidad
postmatura ocupó importantes puestos en la administración de gobierno.
Sintió el amor entre las venas como una
fría culebra que lo recorrió de pies a cabeza. Supo de las dichas de una amante
niña, hasta cuando ella decidió abandonarlo: siendo una mujer adulta y él un
chico de pocos años.
Antes de volver al vientre materno y
asumir la movención renacuaja de un espermatozoide y ser la dicha y los
espasmos de dos enamorados; grabó en su diminuto instinto el sonido de los
gemiditos amorosos de su madre. En el mismo instante que un anticonceptivo
pusiera fin a su proceso.
El
sobreviviente
Fernando Ruiz
Granados
Yo fui el único en advertirlo, y a
pesar de haber luchado tanto por enterar a cuanta gente encontraba, nadie quiso
creerme. La mayoría se reía de mí y, quien más, continuaba su camino sin
siquiera escucharme. Dijeron que el cielo no tenía nada de particular, que mi
idea sobre la masa de smog era absurda y cuando vieron caer la piedra: fue
demasiado tarde
Usos y
costumbres
Henri Michaux
Cuando un emanglón respira mal,
prefieren que deje de existir. Piensan que por mucho que haga ya no podrá
alcanzar la verdadera felicidad. El enfermo por efecto de la simpatía natural
entre los hombres, no hará sino perturbar el sistema respiratorio de toda la
ciudad.
Y así, sin llegar a enfadarse, lo
estrangulan.
En el campo, como son bastantes toscos,
se ponen de acuerdo entre unos cuantos y una noche cualquiera van a su casa y
le estrangulan.
Nubes nada más
Pedro Guillermo Jara
Érase una vez un hombre que miraba por
una ventana. Todos los días miraba por la ventana hacia la calle; a todas
horas. No perdía ni un solo minuto de su vida observando a los transeúntes:
modo de caminar, de sonreír, de saludar, de orinar —la gente también orinaba en
las veredas—. El hombre conocía de memoria cada una de aquellas vidas: cada
secreto, cada sueño, cada rebelión, por íntima que fuese.
Cierta mañana, mientras se instalaba en
su observatorio, se percató de algo inusual: la calle estaba vacía y nadie
pasaba, nadie sonreía, nadie orinaba, nadie sufría, nadie moría.
El hombre abandonó la ventana y se
subió sobre el tejado. Extendió su mirada descubriendo la ausencia de almas más
allá de otras calles, de otras manzanas. Trepó sobre la chimenea y observó
fuera del límite urbano. Todo estaba desierto. Agitadísimo, se encaramó sobre
la antena de TV —el hombre era liviano como una pluma y viejo como el papel—.
Más allá de las últimas poblaciones marginales habían otros pueblos y constató
con asombro que tampoco había gente. El hombre reflexionó y se paró en
puntillas sobre la antena de TV, equilibrándose como un pájaro, y guio sus ojos
hacia el corazón del reino. Ni una sola hoja se movía. Todo lo cubría un manto
de sosiego y tranquilidad.
Muy descorazonado descendió desde la
antena, se descolgó por la ventana, entró a su cuarto, bajó las escaleras, y
una vez en la calle, blanda como las nubes, el hombrecillo se esfumó hasta
nunca jamás.