Hace 50 años, Stanley Kubrick redefinió los límites de la comedia con ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la perfecta disección de la mayor paradoja a la que se enfrenta el hombre: su propia estupidez. El resultado es una película tan real que, en efecto, parece una broma. O al revés
Fotograma de la película. ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick que cumple 50 años de estreno./elmundo.es |
Cuentan que la primera vez que Ronald Reagan pisó la Casa Blanca
preguntó por la Sala de la Guerra, esa sala oscura de límites
indefinidos desde la que decidir el destino de la Humanidad. A su
manera, la anécdota (démosla por buena) acierta a describir el alcance y efectividad de una bomba
con la forma de una película tan extraña como 'Dr. Strangelove'. O en
la versión completa del título 'Dr. Strangelove o cómo aprendí a dejar
de preocuparme y querer a la bomba'. O, en su incomprensible,
excesivamente original y muy pedestre traducción española, '¿Teléfono
rojo? Volamos hacia Moscú'. Huelga decir que la famosa habitación del
pánico en la que discurre parte de la cinta era una invención. Pero, por
lo visto, muy real.
También dicen que tras su estreno en enero de 1964, la inteligencia
militar norteamericana no pudo por menos que cambiar los protocolos de
seguridad. No queda claro si la razón era que la fidelidad con la que
Stanley Kubrick, el director, reproducía su forma de proceder dejaba al
descubierto importantísimos secretos de Estado o que, simplemente, esa
misma fidelidad desnudaba la inapelable y vulgar ridiculez de todo esto.
Y en el 'todo esto' cabe desde el oxímoron de inteligencia militar a la
propia condición humana.
Sea como sea, la película que ahora cumple medio siglo fue capaz no
sólo de radiografiar la angustia de un tiempo amenazado como nunca antes
se había hecho sino que, ya que estamos, redefinió los límites de eso que el tiempo ha dado en llamar comedia.
¿Es acaso graciosa la completa destrucción del ser humano? Pues sí,
sería la respuesta. De paso, a la altura de 'Trampa 22', de Joseph
Heller, o 'Matadero 5', de Kurt Vonnegut, la película permanece como el
tratado más fiel de la estupidez humana en tiempos de guerra. Para
morirse de risa, en el más estricto sentido de los términos.
Paradoja irresoluble
Todo empezó en 1962, fue entonces cuando Kubrick decidió adquirir los
derechos de 'Red alert', la novela de Peter George que, fiel a su
época, imaginaba la no tan descabellada posibilidad de un conflicto
nuclear. A un paso directamente del Apocalipsis. Ahora sabemos que
estuvimos mucho más cerca incluso de lo que entonces se llegó a intuir
en la ficción. El libro planteaba, tal y como se cuenta en la cinta, una
paradoja necesariamente irresoluble: Y si uno de los bandos, pongamos
la Unión Soviética, hubiera automatizado la respuesta a una posible
agresión. Y si en el otro de los frentes un general loco o simplemente
demasiado motivado decidiera atacar por su cuenta. Del bonito silogismo
contrafáctico, sólo cabría entonces deducir el Armaguedón. Superadas una
crisis universal, dos guerras mundiales y con el planeta en pleno
desarrollo hacia la utopía keynesiana del bienestar socialdemocrático
global, en el mejor momento, digamos, de la Historia, nunca antes se
había estado tan cerca de la destrucción absoluta. ¿Cómo se quedan?
Años llevaba Kubrick obsesionado con el tema. Cuenta el director que
desde hacía tiempo su biblioteca personal se había especializado en ese
único argumento. "Lo que me interesa es que se trata del único problema
social del que no es posible aprender absolutamente nada de la
experiencia. Si algún día ocurre, quedará muy poco en el mundo de lo que
se pueda extraer ninguna consecuencia. Probablemente no quedará tampoco nadie que pueda hacerlo", razonaba el cienasta en un artículo para justificar el origen de la película.
En ese mismo texto explicaba el juego de conflicto/interés mutuo que
directamente le mantenía sin dormir. Imaginemos dos hombres que viajan
en el mismo tren (y que no pueden comunicarse entre ellos) ante el
siguiente problema: si los dos se bajan en la primera estación el
primero recibirá diez dólares y el segundo tres; si los dos lo hacen en
la segunda, al revés, el primero gana tres dólares y el primero, diez.
Ahora bien, si se bajan en estaciones diferentes o juntos en alguna
otra, nadie recibe nada. ¿Qué hacer? Aunque uno de los dos esté
dispuesto a sacrificarse por el bien común, cabe la posibilidad de que
el otro sufra el mismo arranque de altruismo. Conclusión: las
posibilidades del pequeño (o gran) desastre por falta de entendimiento
son inmensas. Y si en vez de un puñado de dólares lo que se juega es el
futuro, así en general, el dilema adquiere la dimensión de lo
inabarcable.
«Lo que me interesa es que se trata del único problema social del que
no es posible aprender absolutamente nada de la experiencia. Si algún
día ocurre, quedará muy poco en el mundo de lo que se pueda extraer
ninguna consecuencia», escribió Stanley Kubrick
Y en esas estaba Kubrick cuando cayó en sus manos la novela de
George. La casualidad, o el signo de los tiempos, quiso que a la vez
Sidney Lumet planeara la producción de 'Punto límite' sobre un argumento
similar. Quién sabe si empujado por la necesidad de marcar distancias,
el caso es que en ese mismo instante, el destino de lo que sería
'Strangelove' quedaría sellado: "La idea de hacer una comedia de pesadilla surgió casi cuando me senté a escribir el guión.
Enseguida caí en la cuenta de que la única manera de no resultar
grotesco era dejar de lado todo lo paradójico o absurdo de la historia.
Pero, y esto es lo paradójico, la historia en sí, en su corazón, no es
más que una absurda paradoja. ¿Cómo renunciar entonces a lo grotesco?". Y
en ese momento, y en compañía de Terry Southern que no de Peter George
(el escritor de la novela que acabaría por suicidarse) empezó a
construirse el mayor, por atómico, atentado al sentido común que ha
vivido la historia del cine.
Ya en la escena inicial sobre los revolucionarios a fuer de
estilizados títulos de crédito de Pablo Ferro, algo no cuadra. Unos
enormes B-52 'copulan' a los acordes quizá cándidos de 'Try a little
tenderness' de Laurie Johnson. No es serio. Acto seguido, el General
Ripper (en alusión al famoso destripador) anuncia su intención de poner
en marcha el plan R y enviar así a sus machos mejor dotados, o
superbombarderos, a exterminar a los responsables de su impotencia: "La
mayor y más insidiosa arma de los comunistas: ¡El flúor!". Recuérdese,
el personaje interpretado por Sterling Hayden está convencido de que sus
problemas 'erectivos' son cosa de la amenaza comunista.
Para cuando aparezca el primero de los tres personajes a los que da
vida Peter Sellers, el oficial británico Mandrake (esta vez la
referencia es la planta vigorizante mandrágora), el tono y alcance de
este drama paródico o esta sátira melodramática, como se quiera, quedará
perfectamente delimitado entre el juego de nombres procaces (Buck
Turgidson sería el General Turgente) y el terror íntimo que produce
encerrar la peor de las tragedias imaginables en la vulgar banalidad de
unos tipos demasiado parecidos a cualquiera.
Las crónicas registran (hay fotos de ello) que Peter Sellers, además
del mentado oficial, del presidente de los Estados Unidos y del propio
Dr. Strangelove estuvo también a punto de hacer de mayor King Kong,
papel que recayó finalmente en Slim Pickens. El actor británico se quitó
de en medio, para disgusto del director, por no verse capaz de
reproducir el acento de Texas que exigía el piloto de marras, el que se
precipita a su destino con su enorme falo, con perdón, destructor. La
idea de que el mismo actor ocupara el lugar central de cada escenario en
el que se desarrolla la película servía al objetivo de introducir un
elemento de sospecha en un universo tan perfectamente realista que fue
incluso capaz de engañar a un futuro presidente de la mayor potencia
mundial. Si se quiere, la película reproduce el esquema de la segunda película del director, 'Atraco perfecto',
donde la acción discurre en paralelo en varias localizaciones, pero
introduciendo un nuevo elemento de tensión: la sospecha cierta de que
todo puede explotar en cualquier momento. El miedo de los personajes es
el nuestro; su demencia la de nuestro tiempo. Y así.
La simple posibilidad de la realidad cotidiana
Y ahí esta la clave y actualidad del proyecto. Parece que se trate de
la Guerra Fría y, en realidad, estamos ante la perfecta reconstrucción
del absurdo de todo, de la existencia en su más amplia y absurda
'absurdidad'. Y eso vale en cualquier época, circunstancia y situación
estratégica. "La risa llega cuando recreas una situación que parece
completamente ajena a cualquier amago de broma y, de repente, introduces
en ella la simple posibilidad de la realidad cotidiana. Hablamos de un
lugar sagrado como el Pentágono, en el que se está decidiendo el futuro
de la Humanidad. Y en ese espacio, no hay más que hombres tan reales,
absurdos y banales como cualesquiera otros. En el contraste, surge la comedia",
razonaba Kubrick para aclarar el sentido de la primera comedia sin un
solo 'gag' de la Historia; la primera sin maldita la gracia. Es más, la
casi protocolaria escena de la batalla de tartazos fue suprimida
precisamente para evitar la tentación de la simple farsa.
La aclaración la hacía el director en una conversación con el
escritor Joseph Heller. En ese mismo diálogo salía a relucir el nombre
de Harold Pinter. "Los personajes de sus obras son tipos atrapados en
una pesadilla entre la realidad y los sueños. Y desarrollan extrañas
ansiedades y obsesiones sobre la situaciones más ordinarias". Aquí es
precisamente donde se define 'Strangelove'. Cada personaje se limita a
atender a sus instintos más primarios porque ante una situación tan
paradójica e irresoluble -la misma que sufrían los viajeros del tren de
antes incapaces de decidir en qué estación bajarse-, cualquier
comportamiento racional sobra, está de más. Es simplemente absurdo.
George C. Scott, como el general Buck Turgidson, atiende a sus
instintos y aúlla de placer cuando, por fin, la bomba, como una bestia
desbocada entre las piernas del piloto Kong, se desploma hacia el vacío.
El mayor, quizá, de los vacíos posibles. De fondo, y de nuevo, el
redoble de tambores de 'When Johnny comes marching home'. A
continuación, el Dr. Strangelove, la encarnación más cruel posible de
Wernher von Braun, exclamará aquello de "Mein Führer! ¡Puedo caminar!".
Surge su más profundo yo. De nuevo, no hay razonamiento, sólo instinto.
Pero antes, el tullido a medio camino entre el hombre y la máquina se
despachará ante la Humanidad con un pronóstico, éste sí racional: "Con
una 'ratio' de diez mujeres por cada hombre, calculo que se alcanzará el
presente producto nacional bruto en 20 años... es el momento de dejar
de preocuparse por la bomba y aprender a amar la bomba". Para el final
queda el Apocalipsis nuclear mientras se escucha cantar a Vera Lynn
'We'll meet again, don't know where, don't know when' (Nos volveremos a
encontrar, no sabemos dónde, no sabemos cuándo).
Kubrick quiso dar imagen a una paradoja. Y hacerla tan real que
pareciera una broma. El preestreno de la película se tuvo que suspender.
Ese día, el 22 de noviembre de 1963, era asesinado John Fitzgerald
Kennedy. Tan absurdo, tan brutal, tan real, tan cómico. Por cierto,
¿alguien sabe dónde está la Sala de Guerra?