sábado, 18 de octubre de 2014

La fosa infinita que cavó la narcopolítica

México. El horror no tiene límite. El secuestro, muerte y descuartizamiento de estudiantes de magisterio sacude a una sociedad que no soporta más ser rehén del narcotráfico, los parapoliciales y la corrupción 

Vigilia. Rostros de dos estudiantes desaparecidos. /Ronaldo Schemidt.
Autodefensas. Grupo armado contra el Cártel Caballeros Templarios.
Zapatistas. Chiapas, 8 de octubre, marcha en apoyo a los normalistas./revista Ñ

Vigilia. Rostros de dos estudiantes desaparecidos. (AP/Ronaldo Schemidt).Nunca vi nada así, se le escucha decir al nervioso policía apostado en la punta del monte, el rifle atento. A unos pasos la tierra cortada; hay cinco hoyos bien trazados: son cinco fosas que escondían los fragmentos de 28 cuerpos calcinados. Bajo la arena retirada a golpes de pala se logran ver troncos de árboles chamuscados, ramas marchitas manoseadas por el fuego. Un pedazo de pantalón de jean. Banderines rojos que marcan el terreno y una cinta amarilla desmayada con el rótulo “Escena del crimen”. El pesado silencio queda ahogado por un zumbido: es el concierto de las moscas.
Esta historia comienza mucho antes del hallazgo de estas fosas. Inicia la noche del 26 de septiembre cuando estudiantes de una escuela normal rural del pueblo de Ayotzinapa, donde se forman los profesores que enseñarán a los niños más pobres de México, viajaron a la ciudad de Iguala, donde la esposa del alcalde José Luis Abarca daba su informe de gobierno. Por la intromisión fueron reprimidos por la policía municipal con un desastroso resultado: en distintas balaceras murieron dos normalistas, un jugador de fútbol adolescente, un taxista y una pasajera; unos  veinte estudiantes heridos (uno con muerte cerebral) y 48 desaparecidos.
Tres días después se encontró el cadáver de otro normalista; desollado. No tenía ojos, piel ni carne en la cara.
Los policías municipales fueron detenidos y en sus confesiones revelaron que entregaron a los estudiantes a sicarios del cártel Guerreros Unidos (presuntamente comandados por un hermano de la esposa del alcalde) y que estos asesinaron a 17, les prendieron fuego y los enterraron en varias fosas. Las fosas que vigila el policía que asegura que nunca vio algo similar.
La noticia erizó los pelos a todos. Fue la constatación más burda y cruda de lo que desde hace años la prensa documentaba: en algunas zonas los gobernantes y los narcotraficantes son los mismos; la narcopolítica gobierna territorios enteros. Ya antes se habían difundido historias sobre policías en distintas partes de México que se encargaban de detener personas y las entregaban a los Zetas (acuñaron el nombre de Los Polizetas); no pocos alcaldes han estado en la cárcel por sus tratos con el crimen organizado o han sido exhibidos en videos con capos mafiosos.
Pero la desaparición de los 43 estudiantes –y el que se presume fue su destino final–se sintió como una puñalada al corazón de los mexicanos.
La identidad de los cuerpos en las fosas no ha sido confirmada, pero nadie puede espantar de la mente el testimonio de los dos detenidos y lo que se imagina fueron los últimos momentos de los condenados a muerte: “Los obligaron a subir caminando. Los ejecutaron. Pusieron una cama de troncos. Los quemaron. Ahí mismo los enterraron. A ellos mismos les hicieron cavar sus tumbas”.
El lugar condensa el horror de la narcopolítica mexicana. El hallazgo de fosas no es nuevo, desde el sexenio pasado –cuando el presidente Felipe Calderón declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico” y lanzó a los militares a las calles a combatir delincuentes, el país se convirtió en una interminable fosa común. Al menos 70 mil personas fueron asesinadas por las disputas territoriales y 27 mil fueron desaparecidas (aunque luego el gobierno rebajó a 19 mil  la cifra). Guerrero, el estado al que pertenece la ciudad de Iguala, vivió episodios indescriptibles como el hallazgo de los cuerpos de 18 turistas michoacanos que iban a Acapulco, cuyo error fue haber viajado en un autobús que llevaba placas de su estado natal que engendró también un cártel rival al de Guerrero. O el descubrimiento de un pozo que contenía 55 cadáveres. También hubo un tiempo en el que aventar cabezas humanas era una modalidad muy común entre enemigos para mandarse mensajes. Pero estas noticias quedaron opacadas por atrocidades que siguieron sucediendo a lo largo del país.
Los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa duelen distinto porque eran estudiantes, pobres, indígenas en su mayoría y eran los mejores alumnos de sus comunidades.
La tragedia activó resortes insospechados: un grupo guerrillero anunció que ejecutará a quienes reprimieron; los zapatistas hicieron una marcha; narcotraficantes firmaron varias mantas expuestas en la vía pública en las que exigen la liberación de los 22 policías arrestados por la barbarie, a cambio de no matar inocentes y no revelar los nombres de los políticos que les dan protección; grupos de autodefensas indígenas llegaron para activar brigadas de búsqueda, debido a su desconfianza hacia la policía; las normales rurales del país y universidades como la UNAM pararon en protesta.
Esto ocurre en Iguala, la cuna de la bandera nacional. La ciudad que se ufana de tener el lienzo tricolor más grande del país enarbolada desde uno de sus cerros. Por toda la ciudad se ven bardas ilustradas con episodios de la Independencia mexicana que comenzó a esbozarse aquí hace 200 años, aunque hoy la gente viva como esclava, sometida por el crimen organizado que de día impone su ley y en las noches su toque de queda. ¿Cómo explicar la saña con la que fueron perseguidos los estudiantes que pedían ayuda económica y tomaron tres camiones para volver a su escuela? ¿Cómo se explican los episodios con balaceras, la cacería, la rafaguiza a los camiones que los transportaban, la persecución como perros, el desollamiento de quien no quiso quitarse la bufanda del rostro, las ejecuciones, la entrega de los jóvenes a sicarios, la masacre en un cerro donde la fiscalía dice que quemaron a los que permanecen desaparecidos y arrojaron a fosas?
Los policías municipales que se salvaron de ir a la cárcel porque no trabajaban en el turno de la muerte trazaron respuestas. “Esos estudiantes no eran una perita en dulce”, dijo un administrativo de la policía, encargado de cuidar las armas. Otro calificó de vándalos a los jóvenes por sus recurrentes protestas para exigir el aumento de plazas escolares o de la ración de alimentos subsidiados por el gobierno que se negocian después de la toma de oficinas gubernamentales que acaban con destrozos millonarios o los cierres de la carretera hacia Acapulco. “
Yo vi cuando esos ‘ayotzinapos’ pintarrajearon el palacio, quebraron vidrios, hicieron vandalismo el otro año. Vandalismo, eso es lo que saben. Otro es el que paga por lo que ellos hacen”, dijo despectivo un policía que antes fue campesino, como los normalistas.
El médico cirujano Ricardo Herrera dejó sin auxilio a un estudiante con la quijada rota, la cara perforada por un balazo la noche del 26 de septiembre, cuando lo encontró escondido en su hospital, con una veintena de estudiantes normalistas. “Vi al herido, pero no lo atendí porque no era mi responsabilidad”, dijo ufano. En lugar de auxiliarlo, llamó a la Policía Municipal para que se los llevara, a la misma autoridad que esa noche emboscó hasta tres veces a los estudiantes. Justificó su indolencia: “los ‘ayotzinapos’ vienen agresivos, violentos, sacan a los pacientes, destruyen, vienen como delincuentes. Si de veras son estudiantes, eso no se hace”. Cuando se le recordó que los estudiantes están desaparecidos y podrían haber terminado en fosas dijo: “Eso es lo que va a pasar a todos ‘los ayotzinapos’, ¿no cree?”
Los estudiantes normalistas no son los primeros que han pagado por la lucha social que encabezan. A raíz del escándalo, comenzaron a surgir historias sobre las torturas, levantones (secuestros temporales), desapariciones o asesinatos que en ese municipio han sufrido diversos líderes sociales que osaban cuestionar al alcalde. Todas operadas por sicarios con la complicidad (cuando no no la autoría) de las policías municipales.
En este municipio circulan varias versiones sobre los resortes que activaron la barbarie.
“El presidente municipal perdió el control. Su vieja estaba tan encabronada de que le echaran a perder su acto que se le hizo fácil dar la orden a su hermano El Molón, que ordenó a los Guerreros Unidos que se lleve a los Ayotzinapos para madrearlos. Creo que eso pensaban y los iban a esconder como siempre hacen”, explica un miembro del Cabildo.
Un dirigente de derechos humanos lanza otra teoría: Fue en venganza por los destrozos causados durante las manifestaciones por el asesinato de Hernández Cardona, que nunca les perdonaron, “y la sensación de intocable del presidente municipal que era cobijado por el Congreso del Estado, el gobernador y su partido que le generaba un marco de impunidad cuando la gente exigía su desafuero”.
Una más: existió un falso rumor de que los estudiantes eran sicarios del cártel de Los Rojos que llegaron a disputar terreno a Guerreros Unidos, de allí la cacería de los camiones.
Se cual sea la verdadera, lo cierto es que los estudiantes estaban marcados por un fuerte estigma alimentado desde el gobierno del Estado que ha tratado en varias ocasiones de cerrar la Normal Rural y en uno de tantos forcejeos provocó el asesinato de dos normalistas en diciembre de 2011 mientras bloqueaban la Autopista del Sol.
El mal manejo de la crisis por parte de las autoridades (informan que hallaron seis fosas y luego dicen que fueron cinco; o avisan primero a la prensa antes que a las familias), la tardía búsqueda de los estudiantes con vida (ya que primero se dedicaron a detener policías y a buscar fosas), la pelea entre los gobierno estatal y el federal (el primero es del PRD, el segundo es del PRI) ha hecho que los familiares y los estudiantes comiencen a desesperar y a lanzar protestas más radicales. La última fue la quema del Palacio de Gobierno del estado y el municipal de Chilpancingo, la capital de Guerrero. Los dos gobiernos bloquearon al Equipo Argentino de Antropología Forense, invitado a participar en la identificación de cadáveres por parte de las familias de las víctimas y los estudiantes.
La escuela normal ha servido de lugar de espera de las familias del regreso de los ausentes mientras ahuyentan la idea de que esas fosas pudieran ser las tumbas de sus hijos como insinúa la procuraduría de justicia. Todos los esperan con vida.
Bernardo es un joven indígena nahuatlaca que espera solo en su dormitorio el regreso de sus compañeros: “Yo soy el único aquí. Uno se fue a su casa, los otros seis están desaparecidos”. A su alrededor, recargados sobre las paredes pelonas, están los maletines, la ropa, los zapatos y recuerdos que cuida hasta que regresen sus dueños. Un costal blanco, como los que contienen semillas, está erguido contra la pared atiborrado de ropa, es la maleta de uno de sus compañeros. Todos pobres. En las paredes varios murales narran la historia de esta escuela, las represiones sufridas a lo largo del tiempo, las muertes y asesinatos de sus antecesores normalistas. En los muros se asoman también las fotos de los 43 que faltan. Y todos sus nombres: Bernardo, Felipe, Benjamín, Israel, José Ángel, Marcial, Jorge Antonio, Miguel Ángel, Emiliano Alen, Dorian, Jorge Luis, Alexander, Saúl, Luis Ángel, Jorge, Magdaleno Rubén, José Luis, Jesús Jovany, Mauricio, José Ángel, Jorge Aníbal, Giovanni, Jhosivani, Carlos Lorenzo, Israel, Adán, Abelardo, Christian, Martín Getsemaní, Cutberto, Everardo, Marco Antonio, César Manuel, Christian Tomás, Luis Ángel, Leonel, Miguel Ángel, Jonás, José Eduardo, Julio César, Carlos Iván, Antonio, Abel.


Marcela Turati es periodista, creó la organización Periodistas de a pie, es autora del libro Fuego cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco y acaba de recibir el Reconocimiento a la Excelencia del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo.

 Tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos

Vivir al sur de la mayor potencia del planeta, debería implicar la conciencia de las asimetrías que hay de por medio entre EE.UU. y México, un país estragado por la pobreza, la desigualdad y un Estado en crisis profunda.
En 2005, junto con Canadá, los tres países firmaron un Acuerdo para la Prosperidad y Seguridad de América del Norte, cuyo seguimiento ha terminado por trastornar el estatuto de nación soberana de México, ya que consiste en una serie de políticas, homologaciones de estándares y regulaciones para cumplir con el objetivo principal de la seguridad de la región en términos del concepto estadounidense de “seguridad nacional”.
Dichas políticas se han impuesto por encima de la norma superior del país: los principios constitucionales, y obedecen a las directivas del Comando de América de Norte (NORTHCOM), que para usos diplomáticos desde 2006 se llama Cumbre de Líderes de América del Norte: 1) fortalecer el Estado mexicano para garantizar la seguridad nacional de EE.UU. frente a la amenaza potencial del crimen organizado y el terrorismo en la región de Centro América y el Caribe; 2) fortalecer y profesionalizar las fuerzas armadas de México para que cumplan los programas y planes de seguridad nacional de EE.UU. frente al futuro.
Bajo la ideología de la integración y la cooperación binacionales entre EE.UU. y México, ha prosperado el desmantelamiento del concepto de soberanía, un fundamento constitucional en México. En los hechos, EE.UU. busca la absorción de recursos naturales, energéticos y humanos de México para el fortalecimiento de sus intereses geopolíticos a cambio del financiamiento, la asesoría y la vigilancia que sirven para realizar el proceso absorbente.
Las consecuencias inmediatas en México de tal absorción han sido la reforma de su sistema de justicia (de lo inquisitivo a lo adversarial, 2009-2016) y la guerra contra el narcotráfico (2007-2012), con la consecuente implantación de una sociedad policial-militarizada y paramilitarizada en algunos territorios, como es el caso de Michoacán y el surgimiento de “autodefensas comunitarias”.
En la situación actual de Michoacán se concentran elementos de alto riesgo como la etnicidad, la violencia, la polarización y la fragmentación en torno de asuntos públicos donde interactúan la política y la economía. Allí, la posibilidad de instrumentar los intereses y beneficios de por medio se vuelve determinante para todos los agentes insertos en el contexto inmediato. El gobierno federal y el Estado mexicano en su conjunto se hallan frente a un desafío mayor. Después de reconocer el problema, la Federación decidió enfrentar tal amenaza al orden constituido mediante una estrategia de dos fases iniciales: 1) asumir el control integral en la zona del conflicto; 2) crear las condiciones para institucionalizar a las autodefensas.
El 14 de enero de 2014, el gobierno federal conminó a las autodefensas a deponer las armas y volver a sus pueblos, además de anunciar un plan de rescate para Michoacán y nombrar un comisionado especial.
En cuanto a la presencia de la autodefensas, las acciones de la Federación se mostraron pragmáticas: por una parte, se emiten discursos acerca de la tolerancia nula a cualquier quebranto a la ley, en especial, el fortalecimiento de grupos armados en las comunidades; y, por otra parte, el gobierno federal manipula y se apoya en ellos para lograr su plan de rescate en Michoacán. El 27 de enero de 2013, el gobierno federal anunciaría un acuerdo con grupos de autodefensa para ser integrados al Ejército como Cuerpos de Defensa Rurales. En la historia y la legislación mexicanas este tipo de corporación policial tiene existencia desde el siglo XIX hacia el XX.
El escenario terminó de configurarse con las declaraciones del secretario de Estado John Kerry acerca de la preocupación del gobierno de EE.UU. ante los sucesos en Michoacán: “Estamos listos para tratar de ser tan útiles como podamos”, declaró. El gobierno mexicano rechazó la intervención.
Michoacán ha tenido problemas históricos entre familias y caciques por la explotación de recursos naturales y control político. Su geografía agreste dificulta la sociabilidad y facilita el surgimiento de focos criminales o de insurrectos, donde impera una subcultura de las armas. Tanto la Federación como los gobiernos estatal y municipal han fallado en proveer servicios básicos, así como se ha atestiguado la corrupción gubernamental y la indiferencia o rechazo comunitario ante la posibilidad de participar en su propia mejoría.
El acuerdo con las autodefensas en Michoacán presenta a su vez varias dificultades, entre otras, la limitación de su alcance (hay autodefensas que han rechazado o rechazarán adherirse a la Federación y unirse al ejército mexicano como Cuerpos de Defensa Rurales); el registro y pertenencia de armas de alto calibre que son de uso exclusivo del ejército y deberán (o no) ser permisibles para los miembros de dichos cuerpos; o la rendición de cuentas en relación a los recursos materiales o financieros que les sean otorgados, etcétera.
El problema de fondo se halla en el establecimiento de recursos de “emergencia” o de “excepción” que carecen de plazos explícitos y pasan por alto los poderes constituidos en Michoacán. Recientemente, el gobierno federal decidió hacerse cargo de la seguridad pública en el estado de México ante el acoso cada vez mayor del crimen organizado y la delincuencia común. ¿Cuántas veces podrán emplearse tales recursos sin incurrir en la ineficacia y la ineficiencia? Lo demás es propaganda y simulación.
La nación mexicana persiste en medio de la adversidad a pesar del discurso triunfalista de sus gobernantes.
Sergio González Rodríguez ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2014 por su libro “Campo de guerra”.Como dato curioso este periodista es personaje en 2666 de Roberto Bolaño, en la Parte de los crímenes.

Otra vez se toca el fondo de un horror que despelleja


Necropolítica. La antropóloga mexicana habla de la barbarie inaudita surgida de un poder difuso que “hace morir” y genera una economía de muerte absolutamente incomprensible.


Si las gotas de lluvia fueran de chocolate”, cantaba y animaba a cantar a sus pequeños alumnos, durante una balacera, la maestra Martha Rivera, en un kínder al sur de Monterrey, una ciudad que vio desaparecer su vida cotidiana bajo las ráfagas de secuestros y levantones y el aliento contenido por el miedo; era un mayo caliente y malo de 2011; afuera la balacera, tracata tracata tracata ya duraba minutos que parecían horas; la imagen de esa maestra cantando esa canción infantil, marcó un punto de inflexión en mi comprensión sobre las violencias vinculadas al narco: lo siniestro, esa casi siempre imperceptible transformación de lo familiar y lo conocido, en algo amenazante, malo, terrible, trastocaba el paisaje nacional. Nos fuimos llenando de símbolos y metáforas, de indicios y señales: una hielera era un contenedor de una cabeza; una bolsa de plástico negro, sinónimo de cuerpos mutilados; una cobija en la calle, un cadáver entregado en performances macabras. Ya para esas fechas, ese 2011, el año cinco de la llamada “Guerra contra el narco” que desató el infierno en México, estábamos curtidos de tanta moridera; las decapitaciones y los narco mensajes clavados con cuchillos en los cuerpos desmembrados, que venían arreciando desde el 2006, ensangrentaban la geografía y enlutaban de terror a una familia, quinientas, mil, imposible contar. Las fronteras del horror se iban recorriendo, avanzando, sin tregua, haciendo colapsar cualquier posibilidad interpretativa; la racionalidad es hoy una palabra extraña.

Vinieron las fosas clandestinas, esos cementerios improvisados que la narco-máquina usa para tirar, quemar, enterrar los cuerpos ya inútiles. Migrantes, albañiles, niños, mujeres, jóvenes. La tierra los engulle y luego, en una suerte de bulimia, los vomita, de a cinco, de a 72, de a 100 o 15 vidas rotas. Cuando la masacre de Villas de Salvarcar en Ciudad Juárez en 2010, en la que un comando armado asesinó a 16 jóvenes estudiantes en una fiesta, dijimos: hemos tocado fondo. Cuando 13 jóvenes fueron secuestrados en una discoteca en la ciudad de México y tres meses después, sus cuerpos fueron encontrados en una fosa clandestina, hemos tocado fondo, dijimos. Y así en una espiral que parece no tener fin, cada nuevo “caso” nos coloca frente a la evidencia, intolerable, de que la descomposición de México avanza en una carrera que arrastra todo bajo su paso, como un alud de lodo y detritus.

Julio César Mondragón era un estudiante de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, junto con otros 119 compañeros inició el 26 de septiembre un viaje hacia la muerte absurda. Cinco de sus compañeros permanecen en el hospital, gravemente heridos, uno de ellos, con muerte cerebral; 43 de estos jóvenes están desaparecidos y hay indicios de que sus cuerpos estaban en las fosas clandestinas que han sido “descubiertas” en las inmediaciones de Iguala en el estado de Guerrero.

Julio César no está desaparecido, fue localizado sin vida horas después del ataque por parte de la policía municipal y grupos armados a los normalistas de Ayotzinapa. Julio César, 19 años, estudiante de primer año en la Normal “apareció” sin rostro. En un acto de barbarie inaudita, sus verdugos le sacaron los ojos y le desollaron el rostro. No hay forma ni asidero, estamos frente a frente y sin mediación alguna frente a lo que el pensador camerunés Achille Mbembe, llama la “necropolítica”, esa economía de muerte que instaura un poder difuso y no exclusivamente estatal, que se caracteriza por su poder de hacer morir y dejar vivir. Hacer morir.
Ese día, los estudiantes de la Normal Rural, “tomaron” tres autobuses de línea, con el objetivo de trasladarse desde su municipio hasta Iguala, realizar algunos boteos (colecta económica) para ayudarse a financiar su viaje a la Ciudad de México, querían estar presentes en la mega marcha del 2 de Octubre que con motivo de la masacre de estudiantes en 1968, se realizada cada año, sin faltar uno. Pero se desató el infierno, fueron interceptados por patrullas de la policía municipal, que empezó a disparar sin aviso alguno; los cercaron y cuando estaban bajo una tormenta de disparos, un comando no policiaco, arribó al lugar y completó la tarea. La información y los datos son confusos.
Un estudiante narra que Julio César se echó a correr, tuvo miedo dicen. Era un “rapado”, es decir un estudiante de primer ingreso (a los que se les corta el pelo a rapa), lo que significa que tendría a lo sumo 3 o 4 semanas de ser alumno, en la que también estudió el legendario Lucio Cabañas, el guerrillero, maestro normalista y jefe del grupo armado “El Partido de los Pobres”, que desde Guerrero puso en jaque al gobierno priista en los 70. Y es que las Normales, esas escuelas para formar maestros populares han sido semillero de rebeldes e inconformes. Ideadas por los gobiernos posrevolucionarios como dispositivos para masificar la educación, las escuelas Normales Rurales son hoy uno de los pocos legados que quedan de la Revolución Mexicana. Una de las hipótesis es que los señores del narco en colaboración con las autoridades locales, policías y un presidente municipal –que milita en las filas del Partido de la Revolución Democrática– hoy en fuga y vinculado a los Guerreros Unidos, no están dispuestos a tolerar otro grupo armado en la región, es decir el ERPI, el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente, una guerrilla que dicen, recluta sus cuadros en las Normales. Así, dice la hipótesis, el ataque, asesinato y desaparición de los normalistas es un “mensaje” del narco-estado a la guerrilla.
Gracias a varios amigos pude finalmente hablar con un estudiante de Ayotzinapa; para la tercera conversación ya me llamaba “tía”, me explica que así le dicen en Guerrero a las personas cercanas. Raúl, así me pide que lo presente y hablé de él, viajó a la ciudad de México el 8 de octubre para participar en la marcha y jornada nacional #TodosSomos Ayotzinapa. Hablé con él varias veces durante su trayecto a México, dos veces más durante su estancia –fugaz– en el DF. Está más enojado que asustado, sus “compas” en el hospital son cinco; uno de ellos tiene muerte cerebral: “está con gas” me dice, es decir con oxígeno y otro, tiene un balazo en la boca, no puede hablar. Y del gobierno no hemos recibido nada de apoyo, ni un peso, dice. Enrique Peña Nieto el Presidente que comenzó su mandato bajo el signo crítico de #Yo Soy 132, ese masivo movimiento estudiantil y nacional que decidió decir basta al poder priista y al poder mediático, entre otras cosas, sale a la televisión nacional a decir que está indignado. Raúl se ríe cuando le cuento y me pide, por favor, si puedo ponerle un poco de saldo a su celular.
No hay novedades, un amigo periodista me dice que las nuevas fosas recién descubiertas están blindadas, no hay manera de acercarse; pese al hermetismo se cuelan datos, terribles. ¿Están desaparecidos, como siguen afirmando los padres?, ¿fueron asesinados y llevados a las fosas clandestinas, como afirman algunos de los 34 detenidos? ¿fueron obligados a cavar su tumba y quemados vivos, como dice un policía local que resguarda las primeras fosas descubiertas? Seguimos acumulando muertes.
Sí, hemos venido tocando fondo muchas veces, pero Ayotzinapa desnuda sin clemencia, la relación descompuesta, podrida, vergonzosa entre los distintos poderes propietarios: estado, gobierno, poder económico, partidos, fuerzas de seguridad. Ayotzinapa es el rostro sin rostro de Julio César, el rostro que cubre un poder económico que requiere una economía de muerte.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Rossana Reguillo Cruz es doctora en Ciencias Sociales, especializada en Antropología social; profesora – investigadora del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO y autora de “Culturas Juveniles. Formas Políticas del Desencanto” (Siglo XXI).