El eterno asombro es el título de la novela de la popular Nobel estadounidense
Pearl S. Buck, Nobel de literatura de 1938. / elpais.com |
Portada El eterno asombro, novela inédita de Pearl S. Buck, Nobel de literatura de 1938. |
“Dormía en aguas tranquilas. Lo cual no quería decir que su mundo
estuviera siempre inmóvil. Había veces en que el movimiento, incluso un
movimiento violento, se hacía evidente en su universo…”.
Son las primeras de las últimas palabras de Pearl S. Buck, la popular Nobel de literatura estadounidense que regresa a las librerías con El eterno asombro (Ediciones B).
Una novela inédita, 41 años después de muerta y 85 de su primera obra.
Un libro que estuvo perdido casi 40 años y que apareció misteriosamente
en 2012. ¿Dividirá a la crítica y al público, como lo hizo con sus casi
85 libros, entre ellos La buena tierra, El patriota, La estirpe del dragón y La gran dama?
“Mis conversaciones con mi madre acerca de las críticas adversas a su
trabajo por parte de los críticos profesionales o académicos me
hicieron comprender que ella sentía que el público lector era el árbitro
final de su trabajo. El público amaba sus obras cuando estaba viva y
miles de personas, jóvenes y viejos, todavía la leen y admiran. Ellos
son los mejores jueces de su obra literaria”, sentencia Edgar Walsh, uno
de los siete hijos adoptivos que tuvo Buck y su albacea literario, a
través del correo electrónico.
El eterno asombro es una obra cuyo proceso de escritura,
extravío, hallazgo y publicación tiene un cuento en sí mismo. Era el
libro en el cual trabajaba Buck cuando murió el 6 de marzo de 1973, casi
en la ruina, en Danby, Vermont (Estados Unidos). Así acabó sus días la
escritora que acercó China y otros países asiáticos a los lectores de su
país y de Occidente, que abogó por los derechos civiles, de la mujer y
de las minorías y fundó la primera agencia de adopción, Wellcome house,
que aceptaba niños orientales y mestizos. Toda una vida dedicada a
luchar por la igualdad y contra los prejuicios.
El rastro de todo eso está en esta novela: la identidad, el mestizaje
cultural y el aprendizaje y la búsqueda del individuo ante sí mismo y
su lugar en un mundo que parece ajeno a su concepción de la vida. Eso es
El eterno asombro personificado en Randolph Colfax, un
muchacho que recorre medio mundo, llegará a una Corea desmilitarizada
donde cambiará su vida y luego descubrirá el amor.
Esta es la última historia de Pearl S. Buck. Ella murió a los 80
años, y el manuscrito inacabado desapareció. Sus últimos años, recuerda
Walsh, “habían sido caóticos: se había mezclado con personas que
codiciaban su fortuna y que la habían alejado de su familia, amigos,
empleados y editores”. Sus siete hijos no tuvieron acceso a sus bienes y
alguien escamoteó el manuscrito y una copia mecanografiada “de los que
nadie tuvo noticia durante 40 años”.
Hasta 2012, cuando ese diciembre Walsh se enteró de que una mujer
había adquirido el contenido de un trastero de alquiler en Fort Worth
(Texas). Allí descubrió el manuscrito autógrafo, de unas 300 páginas, y
quiso venderlo a la familia Buck. Para entonces sus hijos ya habían
recuperado el control del legado y patrimonio de su madre; aunque habían
desaparecido muchas cosas, entre ellas el manuscrito de La buena tierra, premio Pulitzer de 1931 y uno de los libros más vendidos de la época. No se sabe que suerte correrá El eterno asombro cuyo comienzo continúa así:
“…El cálido fluido que lo envolvía podía mecerlo, incluso podía
llegar a zarandearlo, de modo que abría los brazos instintivamente,
sacudía las manos y abría las piernas como lo hacen las ranas cuando se
lanzan de un salto…”.
Las principales aportaciones de su obra, asegura Edgar Walsh, “eran
elevar la conciencia de millones de lectores de la vida en los países y
sociedades distintas de las suyas”. Desde esa segunda obra titulada La buena tierra,
sobre China, las siguientes las situó en países como India, Corea o
Estados Unidos. Muchas de sus historias, recuerda su hijo, “se refieren a
la lucha de la gente común contra la pobreza, la corrupción política y
personal, los malos gobiernos y los conflictos morales de siempre. Ella
era una firme defensora de los derechos de las mujeres y por los
derechos de las minorías”. Destaca que las obras de su madre siempre
eran muy accesibles y legibles: “No quería escribir prosa oscura y
difícil. Incluso en sus escritos políticos ella era directa en sus
análisis de las cuestiones de derechos humanos y políticos”.
Todo eso la llevó a convertirse en una especie de Nobel prodigio: el
escritor que con solo nueve años de estar publicando obtuvo el galardón y
se convirtió en uno de los más jóvenes en recibirlo con 46 años. Era
hija de un misionero presbiteriano que llegó a China por primera vez
acompañado de su mujer en 1880. Pero durante una visita de ellos a
Estados Unidos fue cuando nació la escritora, el 26 de junio de 1892.
Cinco meses después regresaron a China donde ella viviría hasta los 40
años, con intervalos de estudios en su país, entre 1910-1914 y 1925 y
1926.
Pearl S. Buck se convertiría en una escritora prolífica. Publicó un
total de 43 novelas, 242 cuentos, 37 relatos infantiles, 28 obras de no
ficción, 18 guiones para cine y televisión y cerca de 600 artículos. El eterno asombro
será su novela número 44. Inacabada. La importancia de publicarla, dice
Edgar Walsh, radica en que “es una oportunidad única para conocerla de
verdad y comprender sus sentimientos y convicciones”. La continuación
del comienzo de este inédito da más pistas:
“…No es que supiera nada de ranas; todavía no había llegado el
momento para eso. Todavía no le había llegado el momento de saber. El
instinto era aún su único recurso. Se pasaba la mayor parte del tiempo
en un estado de quietud y sólo mostraba actividad cuando respondía a los
movimientos inesperados del universo exterior…”.
Comienzo de El eterno asombro
Pearl S. Buck
Dormía en aguas tranquilas. Lo cual no quería decir que su mundo
estuviera siempre inmóvil. Había veces en que el movimiento, incluso un
movimiento violento, se hacía evidente en su universo. El cálido fluido
que lo envolvía podía mecerlo, incluso podía llegar a zarandearlo, de
modo que abría los brazos instintivamente, sacudía las manos y abría las
piernas como lo hacen las ranas cuando se lanzan de un salto. No es que
supiera nada de ranas; todavía no había llegado el momento para eso.
Todavía no le había llegado el momento de saber. El instinto era aún su
único recurso. Se pasaba la mayor parte del tiempo en un estado de
quietud y sólo mostraba actividad cuando respondía a los movimientos
inesperados del universo exterior.
Tales respuestas, que según le dictaba su instinto eran necesarias
para protegerse, también se convirtieron en una fuente de placer. Su
instinto se amplió a las acciones positivas. Ya no esperaba los
estímulos del exterior. Ahora los sentía dentro de sí. Empezó a mover
los brazos y las piernas, se dio la vuelta, primero por casualidad, pero
enseguida por voluntad propia y con una satisfactoria sensación. Podía
moverse por todo ese mar cálido y privado, y conforme fue creciendo
también se percató de las limitaciones que ese espacio le imponía. Con
la mano, con el pie, solía golpear las paredes blandas y, sin embargo,
concretas, más allá de las cuales no podía ir. Hacia delante y hacia
atrás, de arriba abajo, dando vueltas y más vueltas, pero nunca al otro
lado; ese era el límite.
El instinto actuó en él nuevamente y le infundió el ímpetu necesario
para acometer acciones más violentas. Día a día se iba haciendo más
grande y fuerte, y a medida que tal cosa se hacía realidad, su mar
privado empequeñeció. Pronto sería demasiado grande para su entorno. Lo
sentía sin saber que lo sentía. Además, empezaron a afectarle unos
sonidos débiles y remotos. El silencio había sido su envolvente, pero
ahora dos pequeños apéndices, uno a cada lado de su cabeza, parecían
contener ecos. Dichos apéndices tenían un propósito que él no acertaba a
comprender, porque no podía pensar, y no podía pensar porque lo
ignoraba todo. Pero podía sentir. Podía recibir una sensación. A veces
tenía el deseo de abrir la boca y producir un sonido, pero no sabía qué
era un sonido, o siquiera que tenía el deseo de producirlo. No podía
saber nada; no todavía. Ni siquiera sabía que no podía saber. El
instinto era todo lo que tenía. Se hallaba a merced del instinto porque
no sabía nada.
El instinto, no obstante, le condujo al saber definitivo de que era
demasiado grande para el lugar que lo contenía, fuera cual fuese. Se
sentía incómodo y ese malestar de pronto lo empujó a rebelarse. Aquello
era demasiado pequeño para él, fuera lo que fuese, e instintivamente
quería desembarazarse de ello. Su instinto se manifestó en una creciente
impaciencia. Abría los brazos y las piernas con tanta violencia que un
día las paredes se rompieron y las aguas corrieron y lo abandonaron,
dejándolo indefenso. En ese instante, segundo arriba segundo abajo,
puesto que aún no podía comprender, pues nada sabía, sintió unas fuerzas
que lo empujaban de cabeza por un canal infranqueablemente angosto. No
habría logrado avanzar ni un poco de no haber tenido el cuerpo mojado y
escurridizo. Centímetro a centímetro, unas contorsiones desconocidas lo
empujaban en su camino, hacia abajo, en la tiniebla. No es que supiera
nada de las tinieblas, pues nada podía saber. Pero sentía que lo
empujaban unas fuerzas que lo impulsaban en su camino. ¿O acaso lo
expulsaban simplemente porque había crecido demasiado? ¡Imposible
saberlo!
Continuó su viaje, abriéndose paso por el angosto canal, abriendo las
paredes por la fuerza. Un nuevo tipo de fluido empezó a manar y le
transportó hasta que, de pronto, con una tal prontitud que le pareció
que lo expulsaban, emergió al espacio infinito. Lo agarraron, aunque él
no lo sabía, pero lo cierto es que lo agarraron, y por la cabeza, aunque
con delicadeza, lo elevaron a una gran altura —quién o qué lo hizo es
algo que él no podía saber, porque el saber le estaba vetado—, y luego
se vio colgando por los pies, cabeza abajo, todo lo cual había ocurrido
con tanta rapidez que no supo reaccionar. Entonces, en ese instante,
sintió en las plantas de los pies una cosa afilada, una sensación nueva.
De pronto sabía algo. Adquirió el saber del dolor. Abrió los brazos. No
sabía qué hacer con el dolor. Quería regresar al lugar donde siempre
había estado, en esas aguas protectoras y cálidas, pero no sabía cómo
regresar. Aun así, no quería seguir adelante. Se sentía ahogado, se
sentía indefenso, se sentía completamente solo, pero no sabía qué hacer.
Mientras dudaba, temeroso sin saber lo que era el temor y con un
saber instintivo de que se hallaba en peligro sin saber lo que era el
peligro, sintió una vez más un saetazo de dolor en los pies. Algo lo
agarró por los tobillos, alguien lo sacudió (ignoraba quién o qué), pero
ahora conocía el dolor. De pronto el instinto acudió en su auxilio. No
podía regresar, pero tampoco podía quedarse así. De modo que debía
seguir adelante. Debía escapar del dolor siguiendo adelante. No sabía
cómo, pero sabía que tenía que seguir adelante. Tenía la voluntad de
seguir adelante y, con ella, el instinto le mostró el camino. Abrió la
boca y produjo un ruido, un grito de protesta contra el dolor, pero esta
protesta era activa. Sintió que los pulmones se le vaciaban de un
líquido que ya no necesitaba y tomó aire. No sabía qué era el aire, pero
sintió que ocupaba el lugar del agua y que no era estático. Su cuerpo
contenía algo que lo tomaba y lo expulsaba y, sin que aquello cesara, de
pronto empezó a llorar. No sabía que estaba llorando, pero fue la
primera vez que oyó su voz, aunque no sabía que se trataba de su voz ni
tampoco sabía qué cosa era una voz. Aun así, descubrió instintivamente
que le gustaba llorar y oír.
Y ahora estaba del derecho, con la cabeza incorporada, y lo llevaron
en brazos a un lugar cálido y blando. Sintió que le daban unas friegas
de aceite, aunque no sabía qué era el aceite, y luego lo lavaron, aunque
no tenía otra opción que aceptar lo que le ocurría, puesto que
desconocía todas las cosas, pero ahora no había dolor, y sentía calidez y
bienestar, aun cuando estuviera, sin saberlo, muy cansado, y sus ojos
se cerraron y se durmió, sin saber siquiera qué era el sueño. El
instinto era aún todo lo que tenía, pero bastaba el instinto, de
momento.
Del sueño lo despertaron. Desconocía la diferencia, puesto que el
saber no formaba parte aún de su ser. Ya no se hallaba en su mar
privado, pero sentía calidez y amparo. Cobró conciencia, también, del
movimiento, aunque no fuera el suyo propio. Simplemente, se estaba
moviendo a través del aire en lugar de hacerlo a través del líquido, y
respiraba acompasadamente, aun sin saber que lo hacía. El instinto le
empujaba a respirar. El instinto lo empujaba también a mover las piernas
y los brazos en el aire, de la misma manera que lo había hecho en su
mar privado. Entonces, de pronto, puesto que todo le ocurría de pronto,
ahora, sintió que lo depositaban en una superficie que no era dura ni
blanda. Sintió que lo estrechaban sobre otra calidez y que le colocaban
la boca junto a otra calidez. Aun sin saber, el instinto se le removió.
Abrió la boca, sintió que le arrimaban a la boca una pequeña y cálida
suavidad, un líquido le acarició la lengua, un placer instintivo se
adueñó de todo su cuerpo, y sintió una necesidad enteramente nueva e
inesperada. Empezó a chupar, empezó a tragar y sintió que aquel instinto
nuevo le cautivaba por completo. Se trataba de algo que nunca antes
había experimentado, un placer en todo su ser. Con la misma fuerza con
que había sentido el dolor, sentía ahora el placer. Fueros sus primeros
saberes, el dolor y el placer. No sabía qué eran, pero supo ver la
diferencia entre ambos, y supo también que odiaba el dolor y que amaba
el placer. Ese saber era algo más que el instinto, aunque el instinto
tuviera también su parte. Conoció instintivamente la sensación de placer
y conoció instintivamente la sensación de dolor. Cuando sentía dolor,
el instinto le dictaba que abriera la boca y lloraba con todas sus
fuerzas, y hasta con rabia. Descubrió que al hacerlo la causa del dolor
se interrumpía, y ello se convirtió en saber.