lunes, 13 de octubre de 2014

Tres historias con psicofármacos

El rechazo  del Nobel por parte de Jean Paul Sartre desencadenó polémica y frustración

Jean Paul Sartre. /Henri Cartier-Bresson/elpais.com

Estuve en Barcelona visitando “un ágora de reflexión y debate” cuyo nombre voy a dejar que adivinen. Acudí de incógnito, circunspecto y mirando a todas partes (Sisiberto Gairebé, mi alarmista topo in situ, me había advertido de posibles ataques a mi persona a cargo de incontrolados provistos de sprays de gas pimienta), pero me empapé de lo que allí se mostraba y decía. Hubo de (casi) todo, menos moqueta. Hubo también poco público (no había aforadores), y la prensa dedicó escaso y desganado espacio al evento, pero tengo que reconocer que los pequeños editores se mostraban satisfechos de los contactos con sus clientes. Hablé con ellos y con bastantes libreros —dentro y fuera del hermoso, pero muy reformable, pabellón Metalúrgico— sobre la situación del mercado del libro, a resultas de lo cual me entró un ataque de ansiedad que tuve que repeler temporalmente con uno de los inhibidores selectivos de recaptación de serotonina que, precavidamente, llevo en el bolsillo desde principios del Rajoyato. Las librerías españolas no andan bien, supongo que se habrán dado cuenta. A los problemas estructurales del sector se han añadido los derivados de una prolongada crisis económica. Y luego, como un cáncer, está la piratería, que nadie combate en serio. Al contrario de lo que sucede en Francia, donde el libro y la edición son asunto de Estado (y no sólo del sector), y las librerías, templos laicos que hay que cuidar y preservar, en el Ministerio de Wert y Lassalle (aquel secretario de Estado al que los socialdemócratas recibieron con los brazos abiertos, jua, jua) siguen mirando a otra parte, como si para ellos la realidad no fuera más que spam. Pueden ponerse muchos ejemplos: en los mismos días en que se publicaban dos platos fuertes de la rentréeAsí empieza lo malo, de Marías, y El umbral de la eternidad, de Follett, ambos del mismo grupo editorial— ya podían encontrarse gratis en la Red y dispuestos para adaptarse a todo tipo de sistemas y soportes. Y hay más: la velocidad de rotación de los libros está aumentando exponencialmente (hay novedades que aguantan sólo una quincena) y las devoluciones se multiplican. Los libreros precisan espacio para hacer frente a la agobiante dictadura de la novedad y tienden a prescindir del fondo, una decisión suicida que, en mi opinión, contribuye a imprimir velocidad de vértigo al sistema y a desposeer a la librería de su razón de ser; sobre todo en un país en el que los encargos librescos no funcionan con la rapidez requerida, lo que acaba desmotivando al posible consumidor. En cuanto a la angustia que todo lo expuesto pueda producir, tengo que decir que aún más eficaz que el inhibidor de recaptación de serotonina resultó ser la lectura de Ansiedad, de Scott Stossel (Seix Barral), uno de esos libros repletos de experiencias autobiográficas y erudición blanda que divierten mucho más que los silencios del psicoanalista cuando uno está tendido en el diván, o que 20 prospectos de benzodiazepinas cuando el sujeto ha decidido darle puerta a la cura de la palabra y medicalizar su angustia (con el consiguiente beneficio de las big pharmas).Y es que para las cuitas de cada cual sigue funcionando —según el principio clave de la novela picaresca— el ejemplo de quien también las padeció, sobre todo si es capaz de contarlo con humor.

Nobel

Cuando alguien —si es que tal cosa sucede— esté leyendo estas líneas ya se habrá hecho público el nombre del premio Nobel de Literatura correspondiente a 2014. Mientras las escribo aumentan las apuestas acerca de su posible identidad, la mayoría bastante despistadas, a juzgar por la fotocopia de cierto papelillo que se cayó del portafolio de Peter Englund y que mi topo en la Svenska Akademien me ha vendido a precio de kilo de Beluga, disculpen la sinécdoque. En todo caso, comprenderán que no quiera echarles a perder el despliegue a las chicas y chicos de la sección de Cultura, de modo que los improbables que quieran comprobar la exactitud de mis fuentes deberán buscar el nombre criptografiado en este texto, según una original combinatoria (proporcionada por un testaferro de Oriol Pujol) que el curioso deberá descubrir. Por lo demás, lo que verdaderamente me viene a la memoria estos días no es tanto el premio como el recuerdo de un rechazo. El 22 de octubre de 1964 —para todo hay siempre un aniversario—, la Academia Sueca premiaba a Jean Paul Sartre por una obra que “por el espíritu de libertad y la búsqueda de la verdad que testimonia ha ejercido una vasta influencia en nuestra época”, una afirmación con la que hoy no todos estarían de acuerdo, incluyendo, desde luego, a mi querido Vargas Llosa, para quien, por otra parte, el autor de La náusea fue esencial referencia intelectual. Sartre —que avisó por correo cuando le llegó el rumor de su elección— lo rechazó por lo que denominó razones “personales” y “objetivas” (“no es lo mismo firmar Jean Paul Sartre que Jean Paul Sartre, premio Nobel”), desencadenando polémica, frustración, acusaciones de soberbia, etcétera. Lo curioso es que los estatutos no conceden al galardonado el privilegio del rechazo, por lo que, en cualquier caso, Sartre continúa en la lista de premiados. Otra cosa son las pelas: los académicos suecos se reservan pagar al rechazador, de modo que Sartre no percibió la pasta, por lo que no pudo gastarse en gitanes y cócteles de benzedrina las 273.000 coronas que le habrían correspondido.

Silencios

No siempre funciona lo del “vagón silencioso” en el AVE. A la ida me tocó junto a un extrovertido y lóbrigo individuo que, injertado a su móvil, refirió a su invisible interlocutor las últimas intrigas (“tomate” con jefe y secretaria incluidos) de una empresa que, según deduje, se dedica a la fabricación de tubos de plástico y a despedir mano de obra sobrante. Cuando, finalmente (soy tímido para estas cosas), me atreví a afearle la conducta, musitó una disculpa y cortó la comunicación, para entregarse, acto continuo, a practicar compulsivamente un juego electrónico cuyos pitidos, zumbidos, silbidos y chiflidos me obligaron a recurrir al lexatín reparador. Otra cosa fue el viaje de vuelta, en el que pude sumergirme parcialmente en dos breves pero sugerentes ensayos relacionados con Cristo. Giorgio Agamben estudia en Pilato y Jesús (Adriana Hidalgo) la fascinante figura del primero —quizás el único “personaje” con densidad del Nuevo Testamento, aparte de su protagonista— y las relaciones entre ambos en un momento en el que “la eternidad se cruzó con la historia”, preguntándose por qué esa circunstancia clave adopta en el cristianismo la forma de un proceso. En Pasión del dios que quiso ser hombre (Acantilado), Rafael Argullol disecciona —empleando para su “relato” una segunda persona vibrante de intensidad— la figura de Cristo como personaje trágico y humano, y fijándose no en los testimonios canónicos y teológicos —que no llegan a comprender la “mística invertida por la que un dios se precipita dolorosa y jovialmente hacia lo humano”—, sino tal como la han representado esos “mentirosos” que son los artistas. Dos libritos importantes que no deben pasar inadvertidos.