De descubrimientos, expolios y venganzas
Retroceso
Julio Torri
Una india a otra, con quien pasea:
—Yo sabía leer; pero con la Revolución lo
he olvidado todo.
La libertad
Pellanda
La niña preguntó:
—Papá ¿qué es la libertad?
El padre tomó un caracol, lo acercó a la oreja de la
niña y le dijo:
—¡Escucha! Este es el sonido de la libertad.
Pero del fondo del caracol emergió una araña, se
introdujo en el oído de la niña y le produjo la muerte.
El buitre
Franz Kafka
Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había
desgarrado los zapatos y las medias, y ahora me picoteaba los pies. Siempre
tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la
obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al
buitre.
—Estoy indefenso —le dije—, vino y empezó a
picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé retorcerle el pescuezo, pero
estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar
los pies; ahora están casi hechos pedazos.
—No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el
buitre se acabó.
—¿Le parece? —pregunté—, ¿quiere encargarse usted del
asunto?
—Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa
a buscar el fusil ¿puede usted esperar media hora más?
—No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido
de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos.
—Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo
y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había
comprendido todo: voló un poco lejos, retrocedió para lograr el ímpetu
necesario y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó el pico en mi boca,
profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación, que en mi sangre,
que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre
irreparablemente se ahogaba.
La
casa en el recuerdo
Yolanda Argudín
Frente a los muros y la puerta cerrada de una casa
estaba de rodillas. Mi casa, dijo, quemaron mi casa. Recordó un largo exilio,
su cara asustada, tras los ojos un sueño inseguro, y la certeza de algo
perdido. El dolor le oscurecía los recuerdos. Cuando caminaba por la calle
repetía —quemaron mi casa— deteniendo a la gente —quemaron mi casa— lloraba en
cada palabra. Le huían como a los borrachos cuando alborota. Pero tal vez, lo
inventó y la casa no fue y nunca hubo un incendio, habría que recobrar la
memoria. Lejos, muy lejos, oyó el ladrido de un perro y sintió, en la noche, su
insoportable soledad. Ésta tenía que ser su casa. Trepó por un muro arañándose
las manos con la esperanza recobrada. Llegó hasta la azotea, la ropa hecha
jirones y los años encima que le obligaban a respirar con la boca abierta. Se
descolgó como pudo, estaba feliz. En el patio contó una a una las puertas, eran
las que correspondía. Oyó el silbido de la tetera en la hornilla, bajo la luz
suave de una lámpara vio al gato que ronroneaba untándose a sus piernas, el
cobertor sobre la cama, las flores en su lugar y la familia reunida. Por
primera vez en mucho tiempo se acostó tranquilo, pero en ese momento pensó en
todos los días con la tetera sobre la hornilla, la lámpara, el gato, un
cobertor igual durante las noches, diario en su lugar las mismas flores y la
familia reunida. Fue cuando recobró la memoria, y supo que otra vez incendiaría
la casa.
El sobreviviente
Fernando Ruiz
Granados
Yo fui el único en advertirlo, y a
pesar de haber luchado tanto por enterar a cuanta gente encontraba, nadie quiso
creerme. La mayoría se reía de mí y, quien más, continuaba su camino sin
siquiera escucharme. Dijeron que el cielo no tenía nada de particular, que mi
idea sobre la masa de smog era absurda y cuando vieron caer la piedra: fue
demasiado tarde.
Profano
Antonio Rodríguez
Hace años, viajando con un arqueólogo
por el altiplano de México, encontré en el jacal de un indígena una pieza de
rara belleza, que provocó en ambos una reacción muy distinta.
Ignorante como soy de las cosas del
pasado… y del presente, sólo advertí lo que de modernísimo existía en aquel
pedazo de arcilla, modelada con tanta elegancia por la mano del indio, y sin
fijarme que estaba ante un venerable documento de la antigüedad exclamé con una
frase socorrida, de profano, pero que reflejaba mi emoción ante la belleza:
—¡Que maravilla!
El arqueólogo, que como hombre de
ciencia está impedido de decir palabras vanas, tomó la pieza con gesto de
conocedor, le dio dos vueltas a la altura de sus ojos, y después de mirarme con
una infinita piedad, exclamó:
—¡Azteca III!