sábado, 18 de octubre de 2014

Minicuentos 95


De descubrimientos, expolios y venganzas                                                                    






Retroceso

Julio Torri

Una india a otra, con quien pasea:

—Yo sabía leer; pero con la Revolución lo he olvidado todo.





La libertad

Pellanda



La niña preguntó:

—Papá ¿qué es la libertad?

El padre tomó un caracol, lo acercó a la oreja de la niña y le dijo:

—¡Escucha! Este es el sonido de la libertad.

Pero del fondo del caracol emergió una araña, se introdujo en el oído de la niña y le produjo la muerte.





El buitre

Franz Kafka

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias, y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

—Estoy indefenso —le dije—, vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé retorcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.

—No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó.

—¿Le parece? —pregunté—, ¿quiere encargarse usted del asunto?

—Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil ¿puede usted esperar media hora más?

—No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos.

—Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco lejos, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación, que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.



La casa en el recuerdo

Yolanda Argudín



Frente a los muros y la puerta cerrada de una casa estaba de rodillas. Mi casa, dijo, quemaron mi casa. Recordó un largo exilio, su cara asustada, tras los ojos un sueño inseguro, y la certeza de algo perdido. El dolor le oscurecía los recuerdos. Cuando caminaba por la calle repetía —quemaron mi casa— deteniendo a la gente —quemaron mi casa— lloraba en cada palabra. Le huían como a los borrachos cuando alborota. Pero tal vez, lo inventó y la casa no fue y nunca hubo un incendio, habría que recobrar la memoria. Lejos, muy lejos, oyó el ladrido de un perro y sintió, en la noche, su insoportable soledad. Ésta tenía que ser su casa. Trepó por un muro arañándose las manos con la esperanza recobrada. Llegó hasta la azotea, la ropa hecha jirones y los años encima que le obligaban a respirar con la boca abierta. Se descolgó como pudo, estaba feliz. En el patio contó una a una las puertas, eran las que correspondía. Oyó el silbido de la tetera en la hornilla, bajo la luz suave de una lámpara vio al gato que ronroneaba untándose a sus piernas, el cobertor sobre la cama, las flores en su lugar y la familia reunida. Por primera vez en mucho tiempo se acostó tranquilo, pero en ese momento pensó en todos los días con la tetera sobre la hornilla, la lámpara, el gato, un cobertor igual durante las noches, diario en su lugar las mismas flores y la familia reunida. Fue cuando recobró la memoria, y supo que otra vez incendiaría la casa.



El sobreviviente

Fernando Ruiz Granados



Yo fui el único en advertirlo, y a pesar de haber luchado tanto por enterar a cuanta gente encontraba, nadie quiso creerme. La mayoría se reía de mí y, quien más, continuaba su camino sin siquiera escucharme. Dijeron que el cielo no tenía nada de particular, que mi idea sobre la masa de smog era absurda y cuando vieron caer la piedra: fue demasiado tarde.



Profano

Antonio Rodríguez



Hace años, viajando con un arqueólogo por el altiplano de México, encontré en el jacal de un indígena una pieza de rara belleza, que provocó en ambos una reacción muy distinta.

Ignorante como soy de las cosas del pasado… y del presente, sólo advertí lo que de modernísimo existía en aquel pedazo de arcilla, modelada con tanta elegancia por la mano del indio, y sin fijarme que estaba ante un venerable documento de la antigüedad exclamé con una frase socorrida, de profano, pero que reflejaba mi emoción ante la belleza:

—¡Que maravilla!

El arqueólogo, que como hombre de ciencia está impedido de decir palabras vanas, tomó la pieza con gesto de conocedor, le dio dos vueltas a la altura de sus ojos, y después de mirarme con una infinita piedad, exclamó:

—¡Azteca III!