Francis Scott Fitzgerald
Pongan agua a hervir, mucha agua
Pat Hobby estaba sentado en su despacho en el edificio de los escritores y repasaba el trabajo de la mañana, que acababa de devolverle el departamento de guiones. Se dedicaba a corregir el trabajo ajeno, prácticamente lo único que le confiaban por aquel entonces. Tenía que corregir a toda prisa secuencias mal resueltas, pero la palabra prisa ni le daba miedo ni le decía nada en absoluto, pues Hobby llevaba en Hollywood desde que tenía treinta años, y ya tenía cuarenta y nueve. Todo el trabajo que había hecho aquella mañana (excepto algún cambio aquí y allá para poder atribuirse unas cuantas líneas), todo lo que se le había ocurrido era una sola frase imperativa, pronunciada por un médico:
—Pongan agua a hervir, mucha agua.
Era una buena frase. Le había venido a la imaginación de golpe en cuanto leyó el guión. En los días lejanos del cine mudo le hubiera servido para un rótulo y se hubieran acabado momentáneamente sus preocupaciones, pero ahora necesitaba algunas palabras más para los otros personajes de la escena. No se le ocurría nada.
«Pongan agua a hervir», se repetía a sí mismo, «mucha agua.»
El verbo hervir le recordó inmediata y felizmente la cafetería. Eran recuerdos llenos de respeto, pues, para un veterano como Pat, la gente con quien compartías mesa en el almuerzo era más importante para hacer carrera que lo que escribías en tu despacho. Aquello no era un arte, como Pat repetía con frecuencia; aquello era una industria.
—Esto no es un arte —le comentó a Max Leam, que bebía tranquilamente un vaso de agua junto a la nevera del pasillo—. Esto es una industria.
Max le había echado aquel oportuno hueso de tres semanas a trescientos cincuenta dólares.
—Hombre, Pat, ¿has escrito algo?
—Mira, tengo algo que va a hacer que se... —mencionó una función biológica muy corriente con una certeza más bien pasmosa de que se llevaría a cabo en los cines.
Max intentó calibrar su sinceridad.
—¿Me lo puedes leer ahora? —preguntó.
—No, todavía no. Pero tiene eso que se llamaba fuerza, si sabes a lo que me refiero.
Max era un mar de dudas.
—Muy bien, adelante. Y si tropiezas con algún problema médico, ve al botiquín y consúltalo con el médico. No puede haber fallos. El espíritu de Pasteur iluminó la mirada de Pat. —Lo haré.
Se sentía perfectamente mientras cruzaba el edificio con Max. Se sentía tan bien que decidió pegarse al productor y comer con él en la mesa principal. Pero Max frustró sus intenciones con un cariñoso y cantarín «Hasta luego» antes de desaparecer en la barbería.
En otro tiempo Max había sido una figura familiar en la mesa principal; y a menudo, en aquella época dorada, había cenado en los comedores privados de los ejecutivos. Como pertenecía al Hollywood de los viejos tiempos, entendía sus chistes, sus vanidades, su sistema social con sus vertiginosas fluctuaciones. Pero ahora en la mesa principal había demasiadas caras nuevas, caras que lo miraban con ese recelo que en Hollywood es universal. Y en las otras mesas se sentaban los guionistas jóvenes, que parecían tomarse el trabajo demasiado en serio. Y, antes que sentarse en cualquier sitio, incluso entre las secretarias y los extras, prefería comerse un bocadillo en un rincón.
Dio una vuelta por la enfermería y preguntó por el médico. Una chica, una enfermera, le contestó desde un espejo ante el que se estaba pintando apresuradamente los labios.
—Ha salido. ¿Qué pasa?
—Ah, volveré más tarde.
Había terminado de pintarse, y se volvió, joven y vivaracha, con una sonrisa luminosa y reconfortante.
—La señorita Stacey lo atenderá. Estaba a punto de irme a comer.
Pat se dio cuenta de que volvía a sentir una emoción antigua, muy antigua, vestigio de los tiempos de casado: la impresión de que si invitaba a comer a aquella belleza podía complicarse la vida. Pero inmediatamente recordó que ya no estaba casado, que sus mujeres ni siquiera le reclamaban ya la pensión alimenticia.
—Estoy trabajando en una película de tema médico —dijo—. Necesito que me echen una mano.
—¿Tema médico?
—Estoy escribiendo... algo sobre un médico, un guión. Oye, te invito a comer. Me gustaría plantearte algunas cuestiones médicas.
La enfermera titubeó.
—No sé. Es el primer día que trabajo aquí.
—No hay ningún problema —le aseguró Pat—; los estudios son democráticos. Aquí todo el mundo se tutea: sólo eres Joe, o Mary... Desde los peces gordos a los claquetistas.
Y, camino del almuerzo, demostró rotundamente que lo que decía era verdad: saludó a una estrella masculina que, a cambio, lo llamó por su nombre de pila. En la cafetería, donde se sentaron muy cerca de la mesa principal, su productor, Max Leam, levantó la vista y lo saludó con un guiño cómplice.
La enfermera —se llamaba Helen Earle— miraba con curiosidad e ilusión a todas partes.
—No veo a nadie conocido —dijo—. Ay, sí, ahí está Ronald Colman. No me lo imaginaba así.
Súbitamente Pat señaló al suelo.
—¡Y ahí tienes al ratón Mickey!
La chica dio un brinco y Pat se rió de su propia broma, pero Helen Earle no podía apartar los ojos, entusiasmada, de unos extras en traje de época que acababan de llenar el local con los fastos del Primer Imperio. A Pat le molestó que malgastara su interés en aquellas nulidades.
—Los peces gordos se sientan en esa mesa —dijo solemnemente, meditabundo—, los directores y la gente por el estilo, menos los grandes ejecutivos. Si quisieran, Ronald Colman les plancharía los pantalones. Yo me suelo sentar con ellos, pero no admiten damas. Me refiero a los almuerzos: no admiten damas.
—Ah —dijo Helen Earle, con mucha educación, pero poco convencida—. Debe ser maravilloso ser guionista. Me parece muy interesante.
—Tiene su encanto, sí —dijo Pat, que pensaba desde hacía años que era una vida de perros.
—¿Qué quieres preguntarme sobre los médicos?
Volvió el agobio. Algo se rompía en la mente de Pat cada vez que pensaba en aquel guión.
—Bueno, Max Leam, que es ése de ahí enfrente, y yo estamos trabajando en un guión sobre un médico. Una película de hospitales. ¿Me entiendes?
—Sí, sí —y añadió al cabo de un momento—: Gracias a esas películas estudié para enfermera.
—Y, claro, no podemos cometer fallos, porque la película la verán cien millones de personas. Así que en el guión un médico ordena que pongan agua a hervir. Dice: «Pongan agua a hervir, mucha agua». Y nos estamos preguntando qué hará la gente a continuación.
—Pues... Probablemente pondrán a hervir agua —dijo Helen, e inmediatamente, algo confundida por la pregunta, añadió—: ¿De qué gente se trata?
—Bueno... La hija de no sé quién y el hombre que vive en la casa, y un abogado, y el herido.
Helen trató de digerir aquella información antes de responder,
—Y hay otro tipo, pero lo voy a suprimir —concluyó Pat.
Hubo una pausa. La camarera les trajo los bocadillos de atún.
—Cuando un médico da una orden la da de verdad —decidió Helen.
—Hmmm —el interés de Pat se había concentrado en una escena insólita que se desarrollaba en la mesa principal, pero le preguntó distraídamente—: ¿Estás casada?
—No.
—Yo tampoco.
Ante la mesa principal se había parado un extra: un cosaco ruso con un bigote feroz. Se apoyaba en el respaldo de una silla vacía, entre Paterson, el director, y Leam, el productor.
—¿Está ocupada? —preguntó con fuerte acento centroeuropeo.
Las miradas de todos los que se sentaban a aquella mesa se clavaron en él de repente. Habían creído que se trataba de un actor conocido. Pero no lo era: vestía uno de los abigarrados uniformes que salpicaban la sala.
Uno de los de la mesa dijo:
—Está ocupada.
Pero aquel individuo separó la silla de la mesa y se sentó.
—Para comer cualquier sitio es bueno —comentó con una mueca que podía ser una sonrisa.
Un estremecimiento recorrió las mesas más próximas. Pat Hobby, boquiabierto, no podía apartar la vista. Era como si alguien hubiera pintado al Pato Donald en La última cena.
—Fíjate, fíjate —advirtió a Helen—. Ya se puede ir preparando. ¡Qué barbaridad!
Ned Harman, el productor ejecutivo, rompió el silencio atónito de la mesa principal.
—Esta mesa está reservada —dijo.
El extra lo miró por encima de la carta.
—Me dijeron que me sentara en cualquier sitio.
Llamó con una seña a la camarera, que titubeó mientras buscaba una respuesta en las caras de sus superiores.
—Los extras no comen aquí —dijo Max Leam, sin perder todavía la compostura—. Ésta es la...
—Yo voy a comer —dijo el cosaco tenazmente—. He aguantado casi seis horas mientras rodaban esa basura repugnante y ahora voy a comer.
El silencio se había extendido: desde el ángulo de visión de Pat todos parecían flotar inmóviles en el aire.
El extra negó con la cabeza cansinamente.
—No sé a quién se le habrá ocurrido —dijo, y Max Leam se echó hacia delante sin levantarse de la silla—, pero es la estupidez más asquerosa que he visto rodar en Hollywood.
Pat meditaba en su mesa: ¿Por qué no hacían algo? Echarlo a puñetazos, sacarlo a rastras. Si eran unos cobardes, por lo menos podían llamar a los guardas de seguridad.
—¿Quién es? —Helen Earle miraba inocentemente a donde miraba Pat—. ¿Debería conocerlo?
Pat prestaba atención a Max Leam, que daba voces, furioso.
—Levántese, hijo, levántese. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
El extra frunció el entrecejo.
—¿Quién es usted para hablarme así? —preguntó.
—Se va a enterar enseguida —Max se dirió a la mesa—. ¿Dónde está Cushman? ¿Donde está el encargado de Personal?
—Intente moverme —dijo el extra, desenvainando la espada hasta que el puño asomó por encima de la mesa— y le cuelgo el sable en la oreja. Conozco mis derechos.
Los doce hombres de la mesa, con salarios que sumaban más de mil dólares a la hora, permanecían sentados, estupefactos. Al fondo, cerca de la puerta, un guarda de seguridad se olió lo que estaba sucediendo y se abrió paso a codazos a través del local atestado. Y Big Jack Wilson, otro director, se levantó de repente y se acercó rodeando la mesa.
Pero llegaron demasiado tarde. Pat Hobby se había cansado de aguantar: saltó de la silla, agarró una bandeja inmensa de la mesa de servicio que tenía más a mano, irrumpió de un brinco en escena y descargó la bandeja sobre la cabeza del extra con toda la fuerza de sus cuarenta y nueve años. El extra, que había empezado a levantarse para hacer frente a la amenazadora embestida de Wilson, recibió de lleno el golpe en la cara y en la sien, y, mientras se desplomaba, el maquillaje se le llenó de rayas rojas. Se derrumbó entre las sillas.
Pat se mantenía en guardia, jadeando, con la bandeja en la mano.
—¡Rata asquerosa! —gritó—. ¿Dónde se habrá creído que...?
El guarda de seguridad se abrió paso a empujones, y también Wilson se abrió paso a empujones, y dos hombres aterrorizados se acercaron corriendo desde otra mesa para estudiar la situación.
—¡Era una broma! —gritó uno de ellos—. Es Walter Herrick, el guionista de la película.
—¡Dios mío!
—Le estaba gastando una broma a Max Leam. ¡Era una broma!
—¡Recogedlo! ¡Que venga un médico! ¡Rápido!
Helen Earle se acercó corriendo; arrastraron a Walter Herrick e hicieron un hueco para dejarlo en el suelo mientras gritaban:
—¿Quién ha sido? ¿Quién le ha roto la cabeza.?
Pat dejó caer con disimulo la bandeja en una silla, y el ruido se perdió en la confusión.
Vio cómo Helen Earle aplicaba deprisa y corriendo servilleta tras servilleta a la cabeza de aquel hombre.
—¿Cómo han podido hacerle una cosa así? —gritó alguien.
La mirada de Pat coincidió con la de Max, que miró hacia otra parte inmediatamente: una sensación de injusticia se apoderó de Pat Hobby. En aquel momento crítico, real o imaginario, era el único que se había atrevido a actuar. Sólo él le había plantado cara a aquel individuo, mientras que todos aquellos estirados se dejaban insultar y avasallar. Y ahora tendría que cargar con las consecuencias, porque Walter Herrick era poderoso y tenía éxito: era de los que ganaban tres mil dólares a la semana y había estrenado comedias de éxito en Nueva York. ¿Quién podía figurarse que aquello era una broma?
Llegó el médico. Pat vio que le decía algo a la encargada de la cafetería y oyó cómo la voz chillona de la encargada mandaba a la cocina a las camareras, que volaban como hojarasca.
—¡Pongan agua a hervir, mucha agua!
Aquellas palabras, descabelladas e irreales, hicieron mella en el alma abrumada de Pat Hobby. Y, aunque se daba cuenta de que pronto sabría de primera mano lo que sucedía a continuación, era incapaz de imaginar cómo salir del paso después.
Pongan agua a hervir, mucha agua
Pat Hobby estaba sentado en su despacho en el edificio de los escritores y repasaba el trabajo de la mañana, que acababa de devolverle el departamento de guiones. Se dedicaba a corregir el trabajo ajeno, prácticamente lo único que le confiaban por aquel entonces. Tenía que corregir a toda prisa secuencias mal resueltas, pero la palabra prisa ni le daba miedo ni le decía nada en absoluto, pues Hobby llevaba en Hollywood desde que tenía treinta años, y ya tenía cuarenta y nueve. Todo el trabajo que había hecho aquella mañana (excepto algún cambio aquí y allá para poder atribuirse unas cuantas líneas), todo lo que se le había ocurrido era una sola frase imperativa, pronunciada por un médico:
—Pongan agua a hervir, mucha agua.
Era una buena frase. Le había venido a la imaginación de golpe en cuanto leyó el guión. En los días lejanos del cine mudo le hubiera servido para un rótulo y se hubieran acabado momentáneamente sus preocupaciones, pero ahora necesitaba algunas palabras más para los otros personajes de la escena. No se le ocurría nada.
«Pongan agua a hervir», se repetía a sí mismo, «mucha agua.»
El verbo hervir le recordó inmediata y felizmente la cafetería. Eran recuerdos llenos de respeto, pues, para un veterano como Pat, la gente con quien compartías mesa en el almuerzo era más importante para hacer carrera que lo que escribías en tu despacho. Aquello no era un arte, como Pat repetía con frecuencia; aquello era una industria.
—Esto no es un arte —le comentó a Max Leam, que bebía tranquilamente un vaso de agua junto a la nevera del pasillo—. Esto es una industria.
Max le había echado aquel oportuno hueso de tres semanas a trescientos cincuenta dólares.
—Hombre, Pat, ¿has escrito algo?
—Mira, tengo algo que va a hacer que se... —mencionó una función biológica muy corriente con una certeza más bien pasmosa de que se llevaría a cabo en los cines.
Max intentó calibrar su sinceridad.
—¿Me lo puedes leer ahora? —preguntó.
—No, todavía no. Pero tiene eso que se llamaba fuerza, si sabes a lo que me refiero.
Max era un mar de dudas.
—Muy bien, adelante. Y si tropiezas con algún problema médico, ve al botiquín y consúltalo con el médico. No puede haber fallos. El espíritu de Pasteur iluminó la mirada de Pat. —Lo haré.
Se sentía perfectamente mientras cruzaba el edificio con Max. Se sentía tan bien que decidió pegarse al productor y comer con él en la mesa principal. Pero Max frustró sus intenciones con un cariñoso y cantarín «Hasta luego» antes de desaparecer en la barbería.
En otro tiempo Max había sido una figura familiar en la mesa principal; y a menudo, en aquella época dorada, había cenado en los comedores privados de los ejecutivos. Como pertenecía al Hollywood de los viejos tiempos, entendía sus chistes, sus vanidades, su sistema social con sus vertiginosas fluctuaciones. Pero ahora en la mesa principal había demasiadas caras nuevas, caras que lo miraban con ese recelo que en Hollywood es universal. Y en las otras mesas se sentaban los guionistas jóvenes, que parecían tomarse el trabajo demasiado en serio. Y, antes que sentarse en cualquier sitio, incluso entre las secretarias y los extras, prefería comerse un bocadillo en un rincón.
Dio una vuelta por la enfermería y preguntó por el médico. Una chica, una enfermera, le contestó desde un espejo ante el que se estaba pintando apresuradamente los labios.
—Ha salido. ¿Qué pasa?
—Ah, volveré más tarde.
Había terminado de pintarse, y se volvió, joven y vivaracha, con una sonrisa luminosa y reconfortante.
—La señorita Stacey lo atenderá. Estaba a punto de irme a comer.
Pat se dio cuenta de que volvía a sentir una emoción antigua, muy antigua, vestigio de los tiempos de casado: la impresión de que si invitaba a comer a aquella belleza podía complicarse la vida. Pero inmediatamente recordó que ya no estaba casado, que sus mujeres ni siquiera le reclamaban ya la pensión alimenticia.
—Estoy trabajando en una película de tema médico —dijo—. Necesito que me echen una mano.
—¿Tema médico?
—Estoy escribiendo... algo sobre un médico, un guión. Oye, te invito a comer. Me gustaría plantearte algunas cuestiones médicas.
La enfermera titubeó.
—No sé. Es el primer día que trabajo aquí.
—No hay ningún problema —le aseguró Pat—; los estudios son democráticos. Aquí todo el mundo se tutea: sólo eres Joe, o Mary... Desde los peces gordos a los claquetistas.
Y, camino del almuerzo, demostró rotundamente que lo que decía era verdad: saludó a una estrella masculina que, a cambio, lo llamó por su nombre de pila. En la cafetería, donde se sentaron muy cerca de la mesa principal, su productor, Max Leam, levantó la vista y lo saludó con un guiño cómplice.
La enfermera —se llamaba Helen Earle— miraba con curiosidad e ilusión a todas partes.
—No veo a nadie conocido —dijo—. Ay, sí, ahí está Ronald Colman. No me lo imaginaba así.
Súbitamente Pat señaló al suelo.
—¡Y ahí tienes al ratón Mickey!
La chica dio un brinco y Pat se rió de su propia broma, pero Helen Earle no podía apartar los ojos, entusiasmada, de unos extras en traje de época que acababan de llenar el local con los fastos del Primer Imperio. A Pat le molestó que malgastara su interés en aquellas nulidades.
—Los peces gordos se sientan en esa mesa —dijo solemnemente, meditabundo—, los directores y la gente por el estilo, menos los grandes ejecutivos. Si quisieran, Ronald Colman les plancharía los pantalones. Yo me suelo sentar con ellos, pero no admiten damas. Me refiero a los almuerzos: no admiten damas.
—Ah —dijo Helen Earle, con mucha educación, pero poco convencida—. Debe ser maravilloso ser guionista. Me parece muy interesante.
—Tiene su encanto, sí —dijo Pat, que pensaba desde hacía años que era una vida de perros.
—¿Qué quieres preguntarme sobre los médicos?
Volvió el agobio. Algo se rompía en la mente de Pat cada vez que pensaba en aquel guión.
—Bueno, Max Leam, que es ése de ahí enfrente, y yo estamos trabajando en un guión sobre un médico. Una película de hospitales. ¿Me entiendes?
—Sí, sí —y añadió al cabo de un momento—: Gracias a esas películas estudié para enfermera.
—Y, claro, no podemos cometer fallos, porque la película la verán cien millones de personas. Así que en el guión un médico ordena que pongan agua a hervir. Dice: «Pongan agua a hervir, mucha agua». Y nos estamos preguntando qué hará la gente a continuación.
—Pues... Probablemente pondrán a hervir agua —dijo Helen, e inmediatamente, algo confundida por la pregunta, añadió—: ¿De qué gente se trata?
—Bueno... La hija de no sé quién y el hombre que vive en la casa, y un abogado, y el herido.
Helen trató de digerir aquella información antes de responder,
—Y hay otro tipo, pero lo voy a suprimir —concluyó Pat.
Hubo una pausa. La camarera les trajo los bocadillos de atún.
—Cuando un médico da una orden la da de verdad —decidió Helen.
—Hmmm —el interés de Pat se había concentrado en una escena insólita que se desarrollaba en la mesa principal, pero le preguntó distraídamente—: ¿Estás casada?
—No.
—Yo tampoco.
Ante la mesa principal se había parado un extra: un cosaco ruso con un bigote feroz. Se apoyaba en el respaldo de una silla vacía, entre Paterson, el director, y Leam, el productor.
—¿Está ocupada? —preguntó con fuerte acento centroeuropeo.
Las miradas de todos los que se sentaban a aquella mesa se clavaron en él de repente. Habían creído que se trataba de un actor conocido. Pero no lo era: vestía uno de los abigarrados uniformes que salpicaban la sala.
Uno de los de la mesa dijo:
—Está ocupada.
Pero aquel individuo separó la silla de la mesa y se sentó.
—Para comer cualquier sitio es bueno —comentó con una mueca que podía ser una sonrisa.
Un estremecimiento recorrió las mesas más próximas. Pat Hobby, boquiabierto, no podía apartar la vista. Era como si alguien hubiera pintado al Pato Donald en La última cena.
—Fíjate, fíjate —advirtió a Helen—. Ya se puede ir preparando. ¡Qué barbaridad!
Ned Harman, el productor ejecutivo, rompió el silencio atónito de la mesa principal.
—Esta mesa está reservada —dijo.
El extra lo miró por encima de la carta.
—Me dijeron que me sentara en cualquier sitio.
Llamó con una seña a la camarera, que titubeó mientras buscaba una respuesta en las caras de sus superiores.
—Los extras no comen aquí —dijo Max Leam, sin perder todavía la compostura—. Ésta es la...
—Yo voy a comer —dijo el cosaco tenazmente—. He aguantado casi seis horas mientras rodaban esa basura repugnante y ahora voy a comer.
El silencio se había extendido: desde el ángulo de visión de Pat todos parecían flotar inmóviles en el aire.
El extra negó con la cabeza cansinamente.
—No sé a quién se le habrá ocurrido —dijo, y Max Leam se echó hacia delante sin levantarse de la silla—, pero es la estupidez más asquerosa que he visto rodar en Hollywood.
Pat meditaba en su mesa: ¿Por qué no hacían algo? Echarlo a puñetazos, sacarlo a rastras. Si eran unos cobardes, por lo menos podían llamar a los guardas de seguridad.
—¿Quién es? —Helen Earle miraba inocentemente a donde miraba Pat—. ¿Debería conocerlo?
Pat prestaba atención a Max Leam, que daba voces, furioso.
—Levántese, hijo, levántese. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí ahora mismo!
El extra frunció el entrecejo.
—¿Quién es usted para hablarme así? —preguntó.
—Se va a enterar enseguida —Max se dirió a la mesa—. ¿Dónde está Cushman? ¿Donde está el encargado de Personal?
—Intente moverme —dijo el extra, desenvainando la espada hasta que el puño asomó por encima de la mesa— y le cuelgo el sable en la oreja. Conozco mis derechos.
Los doce hombres de la mesa, con salarios que sumaban más de mil dólares a la hora, permanecían sentados, estupefactos. Al fondo, cerca de la puerta, un guarda de seguridad se olió lo que estaba sucediendo y se abrió paso a codazos a través del local atestado. Y Big Jack Wilson, otro director, se levantó de repente y se acercó rodeando la mesa.
Pero llegaron demasiado tarde. Pat Hobby se había cansado de aguantar: saltó de la silla, agarró una bandeja inmensa de la mesa de servicio que tenía más a mano, irrumpió de un brinco en escena y descargó la bandeja sobre la cabeza del extra con toda la fuerza de sus cuarenta y nueve años. El extra, que había empezado a levantarse para hacer frente a la amenazadora embestida de Wilson, recibió de lleno el golpe en la cara y en la sien, y, mientras se desplomaba, el maquillaje se le llenó de rayas rojas. Se derrumbó entre las sillas.
Pat se mantenía en guardia, jadeando, con la bandeja en la mano.
—¡Rata asquerosa! —gritó—. ¿Dónde se habrá creído que...?
El guarda de seguridad se abrió paso a empujones, y también Wilson se abrió paso a empujones, y dos hombres aterrorizados se acercaron corriendo desde otra mesa para estudiar la situación.
—¡Era una broma! —gritó uno de ellos—. Es Walter Herrick, el guionista de la película.
—¡Dios mío!
—Le estaba gastando una broma a Max Leam. ¡Era una broma!
—¡Recogedlo! ¡Que venga un médico! ¡Rápido!
Helen Earle se acercó corriendo; arrastraron a Walter Herrick e hicieron un hueco para dejarlo en el suelo mientras gritaban:
—¿Quién ha sido? ¿Quién le ha roto la cabeza.?
Pat dejó caer con disimulo la bandeja en una silla, y el ruido se perdió en la confusión.
Vio cómo Helen Earle aplicaba deprisa y corriendo servilleta tras servilleta a la cabeza de aquel hombre.
—¿Cómo han podido hacerle una cosa así? —gritó alguien.
La mirada de Pat coincidió con la de Max, que miró hacia otra parte inmediatamente: una sensación de injusticia se apoderó de Pat Hobby. En aquel momento crítico, real o imaginario, era el único que se había atrevido a actuar. Sólo él le había plantado cara a aquel individuo, mientras que todos aquellos estirados se dejaban insultar y avasallar. Y ahora tendría que cargar con las consecuencias, porque Walter Herrick era poderoso y tenía éxito: era de los que ganaban tres mil dólares a la semana y había estrenado comedias de éxito en Nueva York. ¿Quién podía figurarse que aquello era una broma?
Llegó el médico. Pat vio que le decía algo a la encargada de la cafetería y oyó cómo la voz chillona de la encargada mandaba a la cocina a las camareras, que volaban como hojarasca.
—¡Pongan agua a hervir, mucha agua!
Aquellas palabras, descabelladas e irreales, hicieron mella en el alma abrumada de Pat Hobby. Y, aunque se daba cuenta de que pronto sabría de primera mano lo que sucedía a continuación, era incapaz de imaginar cómo salir del paso después.
Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940).Novelista estadounidense de la «época del jazz».
Su obra es el reflejo, desde una elevada óptica literaria, de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).
Su extraordinaria Suave es la noche, narra el ascenso y caída de Dick Diver, un joven psicoanalista, condicionado por Nicole, su mujer y su paciente. El eco doloroso de la hospitalización de su propia mujer, Zelda, diagnosticada esquizofrénica en 1932, es manifiesto. Este libro define el tono más denso y sombrío de su obra, perceptible en muchos escritos autobiográficos finales.
Su obra es el reflejo, desde una elevada óptica literaria, de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).
Su extraordinaria Suave es la noche, narra el ascenso y caída de Dick Diver, un joven psicoanalista, condicionado por Nicole, su mujer y su paciente. El eco doloroso de la hospitalización de su propia mujer, Zelda, diagnosticada esquizofrénica en 1932, es manifiesto. Este libro define el tono más denso y sombrío de su obra, perceptible en muchos escritos autobiográficos finales.
F. Scott Fitzgerald estudió en Saint Paul Academy and Summit School de Saint Paul, Minnesota, entre 1908 y 1911, empezó a escribir en esta época. Más tarde, continuó en Newman School, una escuela de secundaria privada de Hackensack, Nueva Jersey, en 1911-12. Inició sus estudios universitarios en la Universidad de Princeton en 1913 dentro de la promoción de 1917 y fue allí donde hizo amistad con futuros críticos y escritores como Edmund Wilson o John Peale Bishop. Fitzgerald afrontó las difíciles pero superables dificultades académicas durante sus tres años de carrera universitaria, que abandonó en 1917 para alistarse en el ejército cuando los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial. No obstante, la Gran Guerra terminó poco tiempo después, y fue licenciado sin haber llegado a embarcar hacia Europa.
Como temía morir en la guerra sin haber dejado ningún legado literario, Fitzgerald escribió rápidamente una novela, The Romantic Egotist, mientras realizaba su entrenamiento militar en Camp Taylor, Louisville, y Camp Sheridan, Alabama. Envió la obra a los editores neoyorquinos Charles Scribner's Sons, que rechazaron publicarla, pero alabaron su originalidad y le animaron a que siguiera enviando sus trabajos.
Mientras estaba en Camp Sheridan, Fitzgerald conoció a Zelda Sayre, la «top girl», según el propio Fitzgerald, de Montgomery, Alabama. Los dos se prometieron en 1919 y Fitzgerald se mudó a un apartamento en 200 Claremont Avenue en Nueva York para intentar sentar las bases de su relación con Zelda. Aun trabajando para una compañía publicitaria y escribiendo historias breves, Fitzgerald fue incapaz de convencer a Zelda de que él le daría el apoyo que ella necesitaba. Zelda rompió el compromiso y Fitzgerald volvió a la casa de sus padres en St. Paul para revisar The Romantic Egotist. Bajo el nombre de This Side of Paradise, Scribner's la aceptaron en el otoño de 1919, reanudándose la relación entre Zelda y Scott. La novela se publicó el 26 de marzo de 1920 y se convirtió en uno de los superventas de ese año, sirviendo para definir la generación flapper. A la semana siguiente, Scott y Zelda se casaron en la Catedral de St. Patrick de Nueva York. Su única hija, Frances Scott Fitzgerald, Scottie, nació el 26 de octubre de 1921.
Aunque Fitzgerald tenía una clara vocación como novelista, las novelas nunca le aportaron los suficientes ingresos como para mantener el opulento estilo de vida que tanto él como Zelda adoptaron. Por ello, Fitzgerald escribió historias cortas para revistas tales como Saturday Evening Post, Collier's Magazine y Esquire, y vendió a los estudios de Hollywood los derechos para realizar películas basadas en su producción literaria. Tenía constantemente problemas financieros y a menudo solicitaba préstamos a su agente literario, Harold Ober, y a su editor en Scribner's, Maxwell Perkins.
La década de 1920 fue la de mayor repercusión de la literatura de Fitzgerald. Su segunda novela, The Beautiful and Damned, publicada en 1922, representa un impresionante desarrollo en comparación con el Fitzgerald inmaduro de This Side of Paradise. El gran Gatsby, considerada por muchos su obra maestra, se publicó en 1925. Fitzgerald viajó varias veces a Europa, sobre todo a París y a la Riviera Francesa durante los años 20, donde entabló amistad con muchos estadounidenses expatriados que vivían en París, de entre los que destaca Ernest Hemingway.
A finales de los años veinte Fitzgerald comenzó a trabajar en su cuarta novela, pero la dejó de lado debido a la esquizofrenia que padeció Zelda en 1930 y a sus dificultades económicas. Por ello, tuvo que seguir escribiendo esas historias breves comerciales. A partir de entonces, la salud de Zelda continuó frágil. En 1932, la hospitalizaron en Baltimore, Maryland, y Scott alquiló la finca de «La Paix» en los alrededores de Towson para poder trabajar en su libro, que trataba la historia del ascenso y el fracaso de Dick Diver, un prometedor psiquiatra psicoanalista y su mujer, Nicole, quien es, además, una de sus pacientes. Este libro se publicó en 1934 bajo el título Tender Is the Night. La crítica opina que éste es uno de sus mejores trabajos.
De nuevo, sufriendo terribles aprietos financieros, Fitzgerald pasó la segunda mitad de los años 30 en Hollywood, escribiendo más historias breves, guiones para la Metro-Goldwyn-Mayer, y su quinta y última novela, The Love of the Last Tycoon, basada en la vida del ejecutivo cinematográfico Irving Thalberg. Él y Zelda se alejaron el uno del otro; ella continuó viviendo en centros psiquiátricos de la costa este, mientras que él vivía con su amante Sheilah Graham en Hollywood.
Alcoholizado, a finales de 1940, Fitzgerald sufrió dos ataques cardíacos. El segundo le provocó la muerte el 21 de diciembre de 1940, en el apartamento de Sheilah Graham en Hollywood. Zelda murió en un incendio en el centro de atención psiquiátrica de Highland en Asheville, North Carolina, en 1948. Ambos fueron enterrados en el Cementerio de Saint Mary, en Rockville, Maryland.
Fitzgerald no tuvo tiempo de terminar The Love of the Last Tycoon. Las notas que tenía para la novela fueron corregidas por su amigo Edmund Wilson, gran crítico, y publicadas en 1942 bajo el título The Last Tycoon. Hay controversia entre los críticos literarios sobre si era realmente el propósito de Fitzgerald titular su última novela The Love of the Last Tycoon, tal y como se refleja en una nueva edición de 1994, corregida por el especialista Matthew Bruccoli de la Universidad de Carolina del Sur.
Se le considera uno de los más importantes escritores estadounidenses del siglo XX. Fue portavoz de la «Generación Perdida», aquellos estadounidenses nacidos en la última década del siglo XIX que les tocó madurar durante la Primera Guerra Mundial.
Escribió cinco novelas y docenas de historias breves que abordan temas como «la juventud» o «la desesperación» con una extraordinaria honestidad, al plasmar sus emociones cambiantes. Sus héroes, atractivos, confiados y condenados, resplandecen brillantemente antes de explotar («Muéstrame un héroe», dijo Fitzgerald en una ocasión, «y te escribiré una tragedia»), y sus heroínas son bellas y de personalidad compleja. Novelas. A este lado del paraíso (This Side of Paradise) (1922). Hermosos y malditos (The Beautiful and Damned) (1922). El gran Gatsby, (The Great Gatsby) (1925). Suave es la noche, (Tender Is the Night) (1934).The Love of the Last Tycoon (1941). Originalmente The Last Tycoon, novela inacabada y publicada póstumamente, cuya adaptación cinematográfica, El último magnate, fue dirigida en 1976 por Elia Kazan.
Colecciones de cuentos y novelas cortas, teatro y ensayos: Flappers y filósofos o Jovencitas y filósofos, (Flappers and Philosophers) (1920). Bernice a lo garçon o Berenice se corta el pelo (Bernice Bobs Her Hair) (1920). Cabeza y hombros (Head and Shoulders) (1920). El palacio de hielo, (The Ice Palace) (1920). Día de mayo (May Day) (1920). El pirata de la costa, The Offshore Pirate (1920). El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button) (1921). El diamante tan grande como el Ritz, The Diamond as Big as the Ritz (Novela corta, 1922). Cuentos de la edad del jazz, (Tales of the Jazz Age) (1922). Sueños de invierno (Winter Dreams) (1922). Dados, nudillos de hierro y guitarra (Dice, Brassknuckles & Guitar) (1923). Todos los hombres tristes, (All the Sad Young Men) (1926). The Freshest Boy (1928). Crazy Sunday (1932). A New Leaf (1931). The Fiend (1935). Toque de Diana (Taps at Reveille) (1935). Regreso a Babilonia (Babylon Revisited and Other Stories) (1931). Historias de Patt Hobby (The Pat Hobby Stories) (1962). Los relatos de Basil y Josephine (The Basil and Josephine Stories) (1973). The Short Stories of F. Scott Fitzgerald (1989). The Bridal Party. The Baby Party. Los vegetales, o de presidente a cartero (The Vegetable, or From President to Postman), obra de teatro (1923). El crack-up (The Crack-Up) (ensayos e historias, 1945). Últimas ediciones en español. El gran Gatsby, RBA (2012); Anagrama (2011), Tres historias en torno a Gatsby, Rey Lear (2012). Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos, Zut (2011). Cómo vivir con 36000 dólares al año, Gallo Nero (2011). A este lado del paraíso, Paréntesis (2011); Alianza (2009).Cuentos completos, Alfaguara (2010).El gominola; Primero de mayo, Navona (2010).Tres cuentos románticos, Navona (2010). Curioso caso de Benjamin Button, N. Eds. de Bolsillo (2009). Hermosos y malditos, Alianza (2005). Flappers y filósofos, Velecio (2007).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:El cuento del día. Foto:Internet.