Durante seis años, Jorge Panchoaga ha recorrido buena parte del
país registrando las historias del café más cercanas a todos, pero a la
vez más frecuentemente ignoradas debido a un esfuerzo general por poner
el acento sobre la producción. Esta serie nos recuerda, entre otras
cosas, que en Colombia cada vez somos más consumidores y menos
exportadores de café.
Desde la olla gigante que mi abuela preparaba cada mañana en Popayán,
hasta las tardes en que barrían con café para ahuyentar las malas
energías, el café siempre ha estado ahí, pero no lo había considerado
como tema, ni pensado en la fotografía como camino.
Era 2007, yo estudiaba antropología y había heredado una cámara de mi
papá. Un día, Ángela Moreno, una amiga que vivía en Ciudad de México,
llamó a contarme que se había acordado de Colombia al ir a un lugar en
donde había muchas grecas. Me dijo que le parecería importante hacer un
trabajo sobre cafés, y la idea me quedó sonando. En 2008, tomé las
primeras fotos en Bogotá. Fui a los lugares obvios, motivado por razones
puramente estéticas: el Café Pasaje, el San Moritz. En algunas de esas
imágenes encontré elementos esenciales que conservo hasta ahora:
sensaciones, como oler lo que ocurre en una foto, la cotidianidad a
través de historias sencillas y el ritmo latente de la ciudad. Entonces
le mostré esas primeras fotos a mi director de tesis, Jairo Tocancipá,
un gran investigador sobre el café en Colombia; él se animó y escribió
una propuesta general. Sin embargo, esa bitácora inicial era fiel a la
mirada comparativa antropológica entre el pasado y el presente, muy
lejos de lo que el proyecto me iría revelando al avanzar.
Después de buscar editoriales y aplicar a convocatorias sin éxito,
decidí emprender el viaje por mi cuenta. Solo tenía 600.000 pesos y
aspiraba a recorrer media Colombia. Era una locura, no iba a llegar muy
lejos con esa plata. Entonces se me ocurrió investigar sobre camioneros y
así el trayecto me saldría gratis. El primer camión en el que me monté
llevaba partes de un avión de Intercontinental. Con ese camionero
descubrí un montón de historias y llegué a Cartagena tras muchos tintos y
tres días de carretera.
El paso de los Andes al mar derribó de inmediato el imaginario que
tenía de los cafés y amplió mi idea sobre este proyecto: en la costa
existe el nombre “café” para ciertos espacios, pero la tradición es
distinta; son puntos de encuentro donde es más común que alguien pida
una cerveza que un capuchino. No me interesaron esos cafés turísticos,
miré hacia afuera y encontré que en Cartagena se toma mucho café en la
calle –mientras un gringo bebe una cerveza, un cartagenero regula el
calor con un tinto–, y que la mayor parte de tinteros son de ascendencia
indígena, de un pueblo de Córdoba llamado Tuchín.
De Cartagena salí a Barranquilla, donde tomé fotos a mitad de la
noche en el Boliche, una zona atestada de carritos de balineras,
comerciantes amanecidos y choferes de camiones, que prefieren comprar
café a una mujer y no a otro hombre. Después fui a Bucaramanga. Estuve
en el Café de París, donde se reúnen los pensionados de las tabacaleras a
desarmar el país frente a una taza de tinto. También conocí
cafés-billares, en los que se apuesta y se toma café y cerveza. Descubrí
los cafés-grilles de Manizales, donde atienden mujeres con minifaldas
pero sin esa fuerte carga semántica de las coperas. Al llegar a Tunja
fui a El Rinconcito, donde van abogados y tinterillos que toman las
declaraciones en máquina de escribir mientras sus clientes beben un
café. Al volver a Bogotá, mi interés retornó a la calle y a la intensa
vida de noctámbulos que sobreviven la noche entre tintos.
Había recorrido los cafés y seguido a los tinteros en las calles,
pero aún no había dado el paso de meterme en las casas. Eso ocurrió hace
apenas año y medio, mientras viajaba por el Cauca trabajando en una
serie titulada La casa grande. Precisamente, debido a ese
proyecto muy personal, lo que me interesaba en ese momento era la
intimidad. Ese acercamiento me ha permitido tomar fotos de lo que ocurre
tras las puertas, en privado, alrededor de una taza de café. Hay
desnudos, desayunos, gente recién levantada, pequeñas historias de
adictos y obsesos con esa bebida.
Por esta misma línea del consumo doméstico me detuve en distintos
modos de preparación. He encontrado que la tendencia gourmet es de
ciertas capas sociales, pero en general no hay una estilización: se usa
la tela de siempre, la greca, la cafetera eléctrica, poner el café en
una olla de agua hirviendo y esperar a que se sedimente. Lo he visto por
las mañanas en Riohacha, en las madrugadas al inicio de la jornada
campesina en Boyacá, a bordo de una chalupa de pescadores atravesando la
Ciénaga Grande del Magdalena, en tardes caleñas de brisa, en cafés
tradicionales de Pereira. No es un café amargo, sino muy endulzado,
incluso disuelto con panela en las zonas rurales del Cauca y Nariño.
A lo largo de estos seis años he entendido que, a pesar de la idea
arraigada de que el nuestro es “el mejor café del mundo”, por lo general
es un café malo, casi café, la pasilla: lo que queda para Colombia del
café colombiano, muy lejos del que exportamos. También respecto a eso,
la idea de que somos un país primordialmente cafetero es cada vez menos
cierta. Las cifras de exportaciones lo confirman, a pesar del esfuerzo
por perpetuar esa ficción, reflejado en campañas publicitarias con Juan
Valdez como ícono y en todas las publicaciones enfocadas en la
producción y jamás en el consumo. Estas fotos buscan alejarse de la
historia oficial y detenerse en las pequeñas historias, para volcar
nuestra identidad cafetera hacia la experiencia de quienes toman café a
diario en ciudades y pueblos de todo el país.
Este es mi primer proyecto, el que me ha visto formarme a través de
las inconsistencias propias del aprendizaje: el encuentro con lo
subjetivo, el paso a la intimidad, descubrir el trasfondo de las
imágenes. Creo que lo único que no ha cambiado desde el primer día en
que imaginé estas fotos es el blanco y negro. Negro como el café.