Apartes de la vida de Caicedo, escritos por él mismo, y publicados por Norma cinco años atrás, en los que habla de sus intentos de suicidio...
Andrés Caicedo, autor, de Qué viva la música, cuenta sus tentativas de suicidio./elespectador.com |
"Antes, mucho antes de que me prendara de mujer
alguna, mi corazón ya había sido ganado por la violencia. Dicen que mi
madre se puso fea cuando me tenía adentro, de tanta pata y manotazo que
le di. Y al nacer la dejé como con cuarenta kilos de menos. Fui un niño
gordo, cabezón, travieso como él solo (...). A los 12 años me regalaron
un rifle de copas y me la pasaba tirándoles a los ventanales de los
vecinos hasta que éstos pusieron la queja y mis padres me decomisaron el
rifle. Yo, claro, quedé muy descontento con esta medida y ahorré
durante dos veranos para comprarme mi rifle de copas, uno más grande,
más serio y potente. En quinto de primaria ya todos me decían “el loco” y
yo hacía todo lo posible para cimentar esta fama: un día llamé como a
50 taxis a la casa de Germán Azcárate, y observé, divertidísimo, todo el
barullo desde mi balcón.
El papá de Germán salió protestando que
ellos no habían llamado a ningún carro, pero no le creyeron y había
algunos que querían cobrarle la carrera. Yo me reí hasta que los ojos se
me aguaron, y ahora siento lo mismo que sentía cuando pequeño: un sol
inmenso que se pone, dentro de mí, en el horizonte, y que era presagio
de grandes aventuras en contra de mis semejantes y hoy es signo de
cagadas por venir, como no hay nada más que hacer en esta vida pues
entonces conformémonos con las travesuras que pueda realizar, las
acciones neutras, las acciones que producen sufrimientos en los otros,
las malas vidas, la sequedad de los corazones, la luz del sol, el
reverberar la apatía de ahora que escribo automáticamente pues no puedo
avanzar en este relato (...).
(...) El primer recuerdo que tengo
acontece en La Cumbre, un pueblo del Valle del Cauca que hoy es fantasma
y en el que veraneé como diez años. Tendría yo cuatro o cinco, no lo
sé. Iba encarrilado cogido de la mano con mi mamá y de pronto apareció,
caminando por el mismo riel, un joven de unos quince o diez y seis años
que, después sabría, se llamaba Wady Nader. Como yo no desocupé el riel,
Nader se tuvo que bajar pero presto estaba a patearme por la espalda
cuando mi mamá intervino. “Si querés que éste sea el último día de tu
vida —le dijo, muy decidida—, tocálo”. El muchacho retrocedió,
espantado. Yo había sido un niño muy deseado.
Mi mamá había
quedado embarazada ocho veces, pero sólo había logrado tener tres niñas y
había perdido un hijo hombre, Juan Carlos, que hoy andaría por los
treinta años. Mi papá deseaba otro hijo hombre. Yo creo que en ellos el
coito nunca estuvo separado de la idea del embarazo. Así que nací yo,
rodeado de gustos y de favores, en un hogar de ilustres apellidos pero
económicamente de clase media. Dicen que pesé diez libras y era
horrible, de chiquito. Lo que recuerdo de esa época tan temprana era que
sólo me gustaba andar cogido de las faldas de mi mamá y hacerme debajo
de los árboles de guayaba para imaginarme perdido en los bosques. Y que
organizaba peleas de vaqueros imaginarias con contendores de aire, y yo
gesticulaba, daba puños, gritaba para mis adentros, amenazaba, actuaba
en
bien de la justicia (...).
bien de la justicia (...).
(...) A eso de los 7 años me
dejaron en el Colegio Pío XII, un pésimo establecimiento de
franciscanos. Cuando, haciendo fila, me despedí de mis padres, un alumno
me empujó insultándome, y allí caí en cuenta de la agresividad que me
tocaría enfrentar de kínder hasta sexto; todo lo contrario de la dulzura
y la superprotección que había conocido en mi casa (...). Para llegar a
mi afición literaria (cosa que se produjo a eso de segundo de
bachillerato) yo había pasado por una desmedida euforia por el fútbol:
era muy bueno en el puesto de arquero, y sufría mucho cuando por razones
externas (enemistad con el capitán por ejemplo) me relevaban de esa
posición.
Yo era un fanático del Deportivo Cali, y salía ronco de
los partidos. Recuerdo una vez que el Cali le ganó al América y los
aficionados de este equipo aporrearon al árbitro y tiraron mucha piedra a
la salida y yo me arranqué una camisetica del Deportivo Cali para que
no me fueran a hacer nada, y llegué a mi casa lleno de pánico y medio
desnudo. Por esa época yo estaba bajo el régimen del terror de un tal
Omar Valencia, fuerte y revejido; el hombrecito se ensañó en mí, me
humillaba delante de todos en la clase y yo, ante mi incapacidad de
responderle físicamente, empecé a concebir planes descabellados para
matarlo por la espalda.
Esa penosa situación duró como tres años:
sólo terminó cuando yo lo dejé de ver. Y hoy me lo encuentro, más viejo y
más pequeño, sucio y mal vestido (su papá era famoso por sus millones y
su tacañería), habiendo hecho nada en su vida, triste, apocado,
alcohólico. Cuando estaba en segundo de bachillerato pasé por una crisis
de estar diciendo mentiras y de aparentar que mi familia era más rica
de lo que realmente era. Lo que pasó fue que me introduje en la llamada
“gallada del Club Campestre”: los Cabal, los Urdinola, los Racines,
gente de la más rica de todo Cali. Y yo, claro, no podía mantener el
mismo tren de vida que ellos, invitando peladas a almorzar, haciendo
fiestas todos los sábados, montando en taxi, viajando a Miami todos los
años.
Y era cosa natural que claro, me descubrieran en mis
mentiras, motivo por el cual me fui volviendo prevenido y temeroso y un
tanto paranoico con las muchachas, y ya en tercero de bachillerato
comencé a recurrir a las prostitutas (...). (...) Comencé a escribir a
los trece años: poemas de amor y cuentos breves, de una sola situación.
Cuando mi primer cuento ambicioso, La piel del otro héroe, fue publicado
en el magazine dominical del diario Occidente de Cali, cobré ímpetu y
me llené de ambiciones; pronto me vi recompensado por publicaciones en
el periódico El Espectador (...).
(...) Después vendría mi viaje a
USA, a Los Ángeles, para intentar vender dos guiones de horror: cuando
me di cuenta todo el problema de lenguaje que había de por medio desistí
y me dediqué únicamente a ver cine, mientras me durara la plata. Vivía
yo al frente del teatro New Vagabond, que daba programas especiales de 8
ó 16 películas, es decir todo el día; o sea que yo me levantaba a las
ocho de la mañana, cruzaba la calle desayunado ya, y me entraba al
teatro, a mi cita con la oscuridad, para salir a eso de las once o doce
de la noche o ya de mañana; y fue allí cuando probé por primera vez las
anfetaminas.
A Colombia regresé un tanto desilusionado (Hollywood
no existía) después de casi un año de pasar trabajos, de mantener un
recuerdo de mi tierra magnificado por la distancia. Vine con la idea
expresa de editar una revista, y a los cuatro meses ya teníamos en
circulación nuestra Ojo al Cine (11), que fue un éxito de venta y de
crítica. Mientras tanto, yo había publicado crítica de cine en
Occidente, El Espectador, El País y recién cuando se fundó el diario El
Pueblo. Y también en la revista Hablemos de Cine, lo que había sido uno
de mis sueños dorados. Así fui haciéndome a un reconocimiento nacional
como entendido en cine, pero aún tenía problemas con la droga, sobre todo con las pepas, pues yo comencé a tomar Valium 10 cuando hacía viajes por tierra de Cali a Bogotá.
como entendido en cine, pero aún tenía problemas con la droga, sobre todo con las pepas, pues yo comencé a tomar Valium 10 cuando hacía viajes por tierra de Cali a Bogotá.
No tenía mujer, ni me interesaba. Tomaba
mucha cerveza y me la pasaba contento en Cali, mucho más después de que
me hice muy amigo de Clarisol y Guillermo Lemos, dos niños super
precoces y super perversos y fui dando la imagen del niño que no ha
crecido o se niega a crecer: ellos me hicieron probar los hongos y el
Daprisal, y yo estaba contento con mi pose silvestre porque así
desconcertaba a los intelectuales de profesión, a los que he detestado
siempre y bastante es el mal, con pullas indirectas, que me han hecho.
Pero como todo el mundo deseaba y admiraba a Clarisol, no se podían
meter conmigo, pensaban “ése va a acabar mal”, pero no decían nada.
Pero
terminé mal, la pura verdad. Con Clarisol hicimos un pacto: “Tú
aparentas mi edad y yo la tuya”, y así pasábamos el tiempo, cada uno
desconcertando a su manera. Pero llegó Patricia y todo se acabó. Con
Clarisol había conocido una especie de vida salvaje. El amor salvaje de
Patricia me trajo a una más cercana realidad, aunque también peligrosa.
Yo la conocía a ella desde hacía dos años, pero no le había parado
bolas, desinteresado como estaba por toda mujer hecha y derecha. Pero
mentiras; Patricia resultó ser una niña malcriada, exigente y
desconfiada. Ella me sedujo y me atrapó. Su amor fue como un viaje sin
regreso por la selva más tenaz de todas, la del Chocó; fue como pasar
hambre y darse después un festín y emborracharse con cerveza helada. Yo
creo que ambos éramos unos niños al conocernos y juntamos nuestras malas
crianzas y hacíamos el amor de una forma perfecta. Por varios meses yo
fui su segundo hombre, hasta que las circunstancias me llevaron a ser el
único, el primero.
Ay no, todo esto está mal escrito. Su
matrimonio iba ya muy mal cuando nos conocimos, y por pura coincidencia
feminista yo me dejé seducir, porque era testigo de lo mal que la
trataba su marido. Además él, Carlos Mayolo, había arruinado por su mal
genio un filme que realizamos en 1971: Angelita y Miguel Angel, en 16
mms. y con guión mío. Pero no creo que haya sido venganza; hice a medias
el amor con ella y me gustó muchísimo y estuvo; quedé enamorado como
nunca en mi vida. De allí, nuestra relación fue siempre incompleta, y su
marido, como dice el proverbio, fue el último en saberlo; nos pilló in
fraganti en el último Festival de Cine en Cartagena.
Pero con él
ya todo estaba dañado, y la cosa no fue muy grave. En el intervalo yo
trabajé durísimo con el grupo de teatro de la U. del Valle en mi obra El
mar, sobre el desorden, sobre el trabajo acumulado y sobre la relación
difícil con los objetos (incapacidad manual), además de ser, a la vez,
un comentario crítico (no sé cómo me las arreglé para lograrlo) a dos
novelas magníficas: Moby Dick de Melville y Arthur Gordon Pym de Poe.
Con perdón de todo el mundo, esa fue mi (fatua) obra maestra. No duró
más que tres días en cartelera, ya que el protagonista celebró tan duro
el éxito del estreno que hasta hoy sigue borracho.
Mi relación con
Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que
yo tuve que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo ella se
demoró mucho en dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una
escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores
sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los
sustos. Después de eso yo me porté muy duro con ella, repitiéndole que
ya no había caso, que ya no la quería, y eso y la separación con su
esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres; hizo el
amor con el más grande y el más chiquito
de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mí.
de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mí.
Y
yo estaba bastante golpeado, a medias destruido, ya que “el más grande”
era uno de mis mejores amigos, y yo nunca le perdoné lo que hizo con
Patricia. La verdad fue que ella me utilizó como muleta, me expuse como
escudo de su inestabilidad, y yo tenía que estarla cuidando, impidiendo
toda clase de rumba, convencido, como dice la canción, que las rumbas no
son buenas, que hacen daño y que dan penas. Además ese ambiente ya
estaba para mí completamente pasado de moda. Hará unos tres años yo fui
un muchacho super rumbero, tanto que escribí una novela sobre todo eso.
Pero
me aburrió el snobismo y la vulgaridad de la rumba, y fue precisamente
en mitad de una rumba que yo intenté suicidarme por primera vez,
cortándome las venas después de tomar 25 blues, como le decimos nosotros
al Valium de 10 mgs. Me despertó el mismo ruido de mi sangre goteando
sobre el piso de madera, y minutos después cicatrizaría. Pero como no me
hicieron lavado de estómago estuve todo pepo como 15 días. Después,
quedé muy propenso al llanto, por todo lloraba como un niño, y hablaba
imitando a Patricia. Estaba, creo yo, a un paso de la locura.
La
segunda vez que me intenté suicidar está rodeada de circunstancias más
allá de mi memoria. Según parece me tomé 125 pepas y discutí mucho con
ella. A los varios cinco o seis días me vine a despertar en “Cuidados
Intensivos” creyendo, por la calefacción, que estaba en Cali. Me llegaba
el recuerdo de Patricia como el de un ángel guardián y experimentaba
ráfagas de felicidad indefinida e inconclusa. Ahora, pasado ya un mes de
estar en esta clínica, tengo planes urgentes para el futuro inmediato;
sacar un número 5 de Ojo al Cine que sea mejor que los anteriores,
gestionar la publicación de mi novela Que viva la música con las dos
editoriales que me la han comprado y arreglar la publicación de un libro
de cuentos con Eduardo Agudelo, el dueño de la editorial que me saca la
revista; asimismo, comenzar dándole forma al libro que tengo planeado
sobre los Rolling Stones”.