jueves, 7 de mayo de 2015

Kumpfmüller: "He querido rectificar la imagen de Kafka"

El escritor Michael Kumpfmüller ha novelado la historia de amor de Franz Kafka y Dora Diamant, una cocinera de 25 años, en el último año de la vida del escritor

Michael Kumpfmüller. /Jürgen Bauer./elcultural.es

La grandeza de la vida dibuja a un hombre feliz, un escritor que quería formar parte de la sociedad y lo logró al final de su vida. Un Kafka inédito. "Sí, supone una rectificación de su imagen". Michael Kumpfmüller (Múnich, 1961) compagina labores de escritor y periodista en su actual ciudad de residencia, Berlín. En 2011 la crítica de su país recibió con elogios esta novela suya que acaba de publicarse en España, La grandeza de la vida (Tusquets), sobre los últimos meses de Kafka y su relación amorosa con Dora Diamant. Hace unos años, Kumpfmüller se vio envuelto en un incidente durante una celebración literaria en Francia. Considerando que no lo habían tratado adecuadamente, protestó en la prensa, y le respondieron. ¿Será un divo?, me pregunté. Todo lo contrario. Son dignos de agradecimiento el esfuerzo y la diligencia de Kumpfmüller por cumplir conmigo en días en que debía ocuparse de sus padres aquejados de graves problemas de salud.

- Kafka, 39 años. Dora Diamant, cocinera, 25. ¿Qué pudo atraer a dos seres tan diferentes?
- Para empezar, la atracción física, a la que habría que añadir sus respectivas historias personales. Ambos tuvieron problemas con la poderosa figura del padre, del que habían huido. En Kafka influyó además la circunstancia de que Dora residiese en Berlín, adonde él quería ir desde hacía tiempo. Vinculaba Berlín al sueño de llevar una vida de escritor independiente. Asimismo hay que tener en cuenta el origen hasídico de Dora. ¿Cómo, si no, habrían soñado los dos con vivir juntos en Palestina? Pero, antes que nada, incentiva la mutua atracción el hecho de que estaban dispuestos a convivir sin imponerse condiciones.

- Kafka y Dora son fácilmente reconocibles en su novela aunque nunca se mencionen sus apellidos. Cualquier lector puede conocer a fondo la biografía de ambos. ¿Cómo determinó esta circunstancia su trabajo? ¿Supuso una limitación?
- Es constitutivo de la narración realista que haya una tensión entre los hechos históricos y la libertad creativa. Yo no me encontré con ningún problema nuevo al escribir esta novela. Las circunstancias por así decir externas de Kafka durante su último año de vida en Müritz, Berlín y los sanatorios austriacos son de sobra conocidas, no así (pues se perdió la correspondencia epistolar) los pormenores de su relación amorosa. En dicho hueco he escrito yo, al mismo tiempo que respetaba la verdad histórica.

- Un lector que ignore quiénes fueron Kafka y Dora Diamant, ¿entiende su novela sin necesidad de datos adicionales?
- Para alegría mía, es lo que han dicho los lectores. Lo que hace especial esta materia novelable es que los protagonistas se implican en una experiencia común determinada por la premura de tiempo: en menos de un año consuman un ciclo vital completo, desde el momento en que se conocen hasta la muerte de él. Y esto se puede leer y entender sin necesidad de ser experto en Kafka.

- ¿Por qué Kafka fascina a tanta gente en todo el mundo no sólo como escritor o intelectual, sino también como persona, amante, hijo, hombre enfermo?
- Creo que tiene mucho que ver con el mito del artista en la sociedad moderna. O se tiene la vida o se tiene el arte. El propio Kafka contribuyó a fundar dicho mito y lo puso a prueba, lo cual raya en el milagro, durante su último año. La vida y el arte son inconciliables. En tal sentido mi novela constituye una protesta: tengo por bárbara a la sociedad que prescribe a sus artistas la renuncia a la vida. Kafka quería formar parte de la sociedad y lo logró al final de su vida al lado de Dora. Basta leer su último relato (“Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”) para apreciar que había llevado a cabo un cambio radical de perspectiva in extremis.


Un hombre dichoso

- ¿Hasta qué punto la religión desempeña un papel importante en su novela?

- Hay en la novela una escena en la que los protagonistas se entregan a la oración. Se ve que el personaje del Doctor (Kafka) no es capaz de rezar. Se siente como un colegial atolondrado. No otra ha sido también mi experiencia: como agnóstico que soy, nunca he pasado del simple balbuceo. Rezar es una cuestión de práctica, un ritual perfeccionado a fuerza de repetición, lo cual suena más fácil de lo que es. Con eso y todo, llevo dentro de mí, como muchas personas, las ruinas de una conciencia metafísica, con los consabidos síntomas: tan pronto una infundada esperanza como una infundada desesperación.

Se diría que Kafka y la felicidad son términos antagónicos. ¿Acaso La grandeza de la vida muestra lo contrario, esto es, que a pesar de la enfermedad, la pobreza y tantos otros problemas, el amor de una mujer sencilla condujo a Kafka, al final de su vida, a la felicidad y la plenitud?

- Lo importante no es la experiencia del amor, sino que esta no entre en conflicto con la experiencia de la escritura. Como se sabe, escribir era esencial para Kafka. En las postrimerías de su vida consigue trabajar (en las difíciles condiciones de la enfermedad y la inflación en Alemania del año 1923) y al mismo tiempo consagrarse a una relación amorosa. Yo me figuro entonces a Kafka como un hombre dichoso.

- La vida amorosa de Franz Kafka fue todo lo contrario de sencilla. Trabó relaciones, siempre malogradas, con mujeres distantes. ¿Qué fue diferente en el caso de Dora Diamant?
- Lo primero, que no estaba lejos. Se hallaba a su lado y dispuesta. No establecieron condiciones imposibles de cumplir como Felice, deseosa de llevar una vida burguesa inaceptable para Kafka. En cuanto a Milena, él la estuvo esperando durante años. Leemos sus cartas conmovedoras, que dan testimonio de sentimientos que se van esfumando y disgregando, de los “besos apurados hasta la última gota” en el trayecto entre Praga y Viena. De Dora me fascinó el que albergara dos extremos incompatibles: a un tiempo la entrega absoluta y una autonomía total de decisión. Dora no era tan sólo una cocinera, sino también una sionista convencida. Tenía el firme deseo de ser actriz y lo cumplió después de la muerte de Kafka. En cierto modo mi novela supone una rectificación de la imagen largo tiempo difundida por los investigadores. Ella no fue la enfermera de Kafka, aún menos una de esas figuras propensas a la promiscuidad sexual que pueblan los cuentos y novelas kafkianas. Fue su compañera. Que leyese las obras de Kafka tras la muerte de este demuestra que antes de nada veía en él a la persona, no al escritor.

- En su novela, Dora contempla en silencio y punto menos que con devoción a Kafka mientras escribe. ¿Somos nosotros, los admiradores de Kafka, los que quizá no terminamos de entenderlo, algo así como una congregación de doras?
- Eso está bien dicho, aun cuando sería muy dudoso que a Kafka lo complaciese tal mirada devota. Yo suelo afirmar de broma que la germanística ha necesitado décadas para comprobar que Kafka reía con frecuencia y placer, particularmente sobre sus textos en apariencia sombríos. No me consta que los santos se rían mucho y con ganas. Un ser humano no debería estar nunca tan desesperadamente solo como estuvo Franz Kafka la mayor parte de su vida, si bien hay que decir que la soledad del artista constituye un privilegio. De no ser así, ¿con qué fin alzará la voz? Si estuviera a buen recaudo, guardaría silencio.