Almudena Grandes recrea la supervivencia de las republicanas en el Madrid de la posguerra Las tres bodas de Manolita destapa los trabajos forzados de menores por órdenes religiosas
Almudena Grandes, acompañada por Isabel Perales y Alexis Mesón Doña, en Madrid. /Álvaro García./elpais.com |
Muchos años después Almudena Grandes (Madrid, 1960) volvió al Valle
de los Caídos para experimentar cómo el lugar casi neutro de la infancia
se había tornado sombrío. “De pequeña veraneaba en Becerril de la
Sierra y fui varias veces porque era la típica excursión que hacías con
las visitas. Ahora, como experiencia estética, no transmite
absolutamente nada, pero además de muy feo tiene una presencia
siniestra”.
Para escribir Las tres bodas de Manolita (Tusquets), la tercera entrega de su ambicioso proyecto literario sobre la guerra y la posguerra (Episodios de una guerra interminable),
regresó sola en varias ocasiones con el propósito de documentarse sobre
el lugar donde culmina la novela. En los años cuarenta el espacio era
conocido como Cuelgamuros, el campo de trabajos forzados que los
republicanos recibían como un destino de gracia después de haber
sobrevivido a alguna calamitosa cárcel del régimen.
Grandes ha cambiado el campo abierto de los guerrilleros por los
mundos confinados de los presos. Y también el perfil de sus
protagonistas: de resistentes armados y quijotescos como los invasores del valle de Arán (Inés y la alegría) o los maquis de las sierras de Jaén (El lector de Julio Verne)
a héroes del montón, como Manolita Perales, una chica corriente que
aspira a tener un marido al que llevarle la comida a diario, una tibia a
quien la vida enfría y recalienta sucesivamente, una alérgica al
compromiso que acaba enredada entre la oposición comunista que se está
fraguando en el Madrid posbélico.
Manolita, ni guapa ni fea; ni valiente ni cobarde; ni lumbrera ni
tonta, se encuentra en abril de 1939 con algo peor que perder una
guerra: perder la inocencia y convertirse en la madre de cuatro hermanos
pequeños y único puntal de los presos de la familia con 16 años. “Los
personajes que me gustan son los supervivientes, ni héroes ni villanos.
Esta es una historia de resistencia ligada a la vida cotidiana. La
felicidad era una manera de resistir y desafiar al régimen. Los
personajes son más pequeños y las redes son más pequeñas. Es también un
homenaje a las mujeres de las colas de las cárceles, que fueron muy
importantes en la creación de redes de resistencia”, explica la
escritora poco antes de reencontrarse en Madrid con Isabel Perales y
Alexis Mesón, seres reales de vidas increíbles (donde se mezcla la
crudeza con la aventura) que ella ha incorporado a su ficción.
Alexis Mesón Doña guardó muchas colas. “En la novela están
exactamente como fueron en realidad. Cada muerte era la de todos y cada
alegría, también”. Su padre, Eugenio Mesón, permaneció en la prisión de
Porlier hasta que fue fusilado en el cementerio del Este en 1941. Era
secretario general de la JSU, cuya cúpula fue detenida por los golpistas
de Casado, trasladada a una prisión valenciana y entregada a los
vencedores a modo de morbosa ofrenda: los carceleros huyeron sin abrir
las celdas. Su madre, Juana Doña, una de las presas más longevas (1939-41 y 1947-73), escribió en Querido Eugenio la microhistoria de aquellas esperas en las que se hacían amistades, se transmitían consignas y se contaban chistes.
En ese libro halló Almudena Grandes una historia “sucia y romántica a
la vez” que se erigió en una de las piezas centrales de la novela: el
verídico caso del cura de Porlier que cobraba sobornos (una tarifa fija
en dinero, tabaco y pasteles) por permitir vis a vis con los presos a un
ritmo regular que debió enriquecer a varias generaciones de su familia.
“Desconocemos aún muchos episodios de la época. En 2002, cuando
trabajaba en El corazón helado, yo creía, como la mayoría de
los españoles, que sabía lo suficiente de la Guerra Civil. Me enganché a
leer historia contemporánea durante diez años, de todas las épocas,
bandos y géneros, fue un proceso íntimo, leía para aprender y comprender
y no para documentarme y descubrí que no sabía nada”.
Isabel Perales, a la que conoció en un homenaje a los republicanos en
Rivas en 2008, la obsequió con el relato de una vida que pedía a gritos
una novela. En 1941 un decreto permitió que los hijos de presos
republicanos pudiesen internarse en colegios religiosos. Isabel, que
tenía 14 años, y su hermana Pilar ingresan en el colegio de Zabalbide,
que pertenecía a la orden de los Ángeles Custodios. Mientras la pequeña
sí es escolarizada, Isabel descubre que es rehén de una comunidad que
esclaviza a las adolescentes para lavar a destajo la mantelería de buena
parte de los restaurantes de Bilbao. “No habría podido escribir la
novela sin su tenebrosa revelación de que en la España de la posguerra,
los hijos de los presos —las niñas de Zabalbide al menos— estaban
sometidos a un régimen de trabajos forzados para redimir las penas de
sus padres, el pecado original de ser hijos de rojos”, expone la
escritora en una nota al final de su obra.
En un encuentro en un hotel madrileño, hace pocas semanas, Isabel
Perales, de 87 años, revivía aquellos días: “Tardé en salir a la calle y
en bañarme dos años y medio. Teníamos piojos blancos en el cuerpo,
aparte de los de la cabeza. Desayunábamos los posos del café que iban a
recoger las niñas cada dos días al Arriaga”. En la novela están sus
penalidades y sus salvavidas. En sus manos, solo las primeras. Con el
tiempo Isabel entró a trabajar en el cine como doble y, más tarde, de
sastra. Fundó la sección de cine de Comisiones Obreras. Cantó La
Internacional en Rojos para Warren Beatty y trabajó en
producciones con Sigourney Weaver, Alain Delon o Dustin Hoffman. Pero
esto encajaría en otro argumento.
Hay otro personaje real sobre el que se asienta Las tres bodas de Manolita: Roberto Conesa, comisario franquista laureado en democracia que tuvo como alumno aventajado a Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño,
torturador perseverante, ahora reclamado por la justicia argentina. Fue
Conesa quien encarceló a Alexis Mesón en Barcelona en 1973. “Dirigió la
operación para detener a un comité del FRAP, estuvo en los
interrogatorios y me dio las primeras hostias. A camaradas de esa época
los sometieron a torturas similares a las de los años cuarenta. Pero
cuando logras pasar de las palizas sin hablar y sabes que vas a ir a la
cárcel aumenta la autoestima de saber que no han podido doblegarte ni
humillarte”, reflexiona.
“Conesa es otro de esos casos en los que la ficción se supera por la
realidad”, apunta Grandes. “Jugó siempre al límite. Fue muy listo. Se
manchó las manos de sangre lo imprescindible. Su gran momento fue la
Transición”, añade. “No voy a arremeter nunca contra la Transición
frontalmente porque creo que hubo una generación que hizo lo que creía
que tenía que hacer en un esfuerzo honesto, pero ese camino que debía
llevar a alguna parte se ha desvirtuado. Fue un éxito institucional pero
tiene una fragilidad congénita: España es la única democracia europea
que no ha reprendido el fascismo y no tiene una política de memoria”.