A propósito de La fiesta de la insignificancia, la más reciente novela de Milan Kundera, presentamos este relato ficticio de un periodista en busca del huidizo autor. En su frustración, da un vistazo muy personal a su obra
Milan Kundera, autor checo nacionalizado francés con su última novela La fiesta de la insignificancia./elespectador.com |
Es una lástima que viva en Francia. Ir hasta República Checa daba más millas.
La
cosa es simple, aunque no será simple lograrla. Pero hay que
intentarlo. Es un asunto de insistencia, de resistencia. Un trabajo de
pocos días, porque los viáticos del periódico son escasos y porque el
hombre ya tiene 80 años: algún día habrá de salir a la calle o
contestará el teléfono o le dirá a la editorial que bueno, que una
entrevista, pero que sea corta. Pero corta no será porque hay mucho que
decir de este mundo en el que los rusos desempolvan la Guerra Fría y los
creyentes decapitan gente en Oriente Medio y los banqueros siguen
siendo más poderosos que los gobiernos. Una exclusiva. Un premio. Más
millas.
Kundera. Vengo a hablar con Kundera, el escritor. Bueno,
sí, turismo. Turismo: tou-ris-me. Lo que odio de viajar es pasar por
inmigración.
Punto número uno, la editorial, Gallimard.
El
taxista lo deja a tres cuadras y le indica, extendiendo el índice con
pereza, la dirección de la editorial. Cruza la calle y sigue calle
arriba. Al fondo una mujer camina con un bolso colgado del hombro; le
corre por la cara un viento pegajoso. Cómico, irónico, sarcástico,
decía. ¿Cómo se le ocurre a Jiménez —y dicen que es inteligente, o
perspicaz por lo menos, el crítico ese— que Kundera es cómico, irónico,
sarcástico? ¿Cómo un tipo a quien censuran los soviéticos y su propio
gobierno prefiere hacer chistes? Hay que ser bobo. Si tituló La broma no
fue por una necesidad de hacerse el cómico. Quería prestar atención al
hecho en sí mismo, la broma de Ludvik Jahn, pero nada más que eso: poner
un foco, tal vez darle un título comercial. Kundera nunca quiso que sus
novelas fueran tomadas por monólogos de la ironía: este es un hombre
serio, denso, con peso. La comicidad nada tiene que ver tampoco con esas
novelas suyas de después. ¿Cómo se le ocurre a Jiménez…? Bobo. Bobo.
¿La insoportable levedad del ser es un anecdotario cómico? Quizá uno se
ría, quizá. Elude una moto parqueada sobre la acera. Yo no me reí, nada
me dio risa. Todo era una Gran Marcha, una caminata infiel hacia la
decepción y la destrucción —premio—. Están los soviéticos, los servicios
secretos, el miedo de Tomás, las ansias de Teresa. Dios, Dios, Dios,
¿cómo?
La cita es a las 11:00 a.m., aunque llega media hora antes a
pesar de haberse perdido en el metro y botar algunos euros de más en un
tiquete que le sirve para ir a un lugar al que no quiere ir. No regala
el boleto, ni lo bota, y en el bolsillo lo aprieta tanto que le saca
algo de tinta. Disculpe, ¿dónde está el baño? ¿bain, toilettes:
toi-le-ttes?
Las manos limpias, aunque algo húmedas. No es agua.
11:10 a.m. Estrecha una mano limpia, aunque algo fría. En la oficina del
editor no hace frío. El cuento es simple: una charla con Kundera acerca
de la situación actual, los rusos en Ucrania, el terrorismo, la crisis
financiera. Nada como un exiliado del mundo para entender los males del
sistema. Buena frase. Mira su carné de periodista encima de una carta de
recomendación y la foto sonríe. Una exclusiva. Un premio. Así, sobre un
atril, y el texto en una mano y la estatuilla en otra. Y una luz
pegándole en la cara. Y la gente aplaudiendo.
En la editorial
saben todo lo que hay que saber. Kundera no da entrevistas. No habla con
periodistas, biógrafos, críticos, pero especialmente no con
periodistas. He tenido una sobredosis de mí mismo: palabras del escritor
a mediados de los 80. Nada parece haber cambiado. Entre los ejemplares
que el editor guarda en una biblioteca mínima, detrás de su escritorio,
están los libros de Kundera: reconoce las ediciones francesas por el
lomo, que alguna vez un amigo de éxito le presentó. El editor pide
permiso, se retira al baño. La insoportable levedad del ser recoge la
pretensión de un pequeño grupo de disidentes —por lo menos de disidentes
espirituales— de un régimen que quiere controlar incluso los impulsos
más primarios —el amor, el sexo, las ambiciones personales— a través de
la broma de ese régimen. Eso dice Jiménez. La broma, la Gran Broma.
Suena el lavabo, han abierto la llave. Qué pendejo: si Kundera hubiera
querido hacer eso, mejor planea un sketch —ja, premio—. Hubiera sido
bastante kitsch también: recoger la mierda del mundo en un discurso
mundano. Pero Kundera no es mundano, no: Kundera es serio, denso, con
peso. La levedad y el peso: él se ubica en el segundo estadio, no en el
primero, que es el de la broma. El agua de la taza de baño se pierde en
un rugido inmediato. La broma, por defecto, será siempre ligera con
pretensiones de altivez —premio—. Pero ligera al fin y al cabo.
Él
habla. El editor escucha y oye que empieza a llover; el tóner de la
impresora parece que se está acabando. Un diálogo más bien estático en
el que hay algunas palabras formales, todos compromisos inciertos. Él no
suele contestar el teléfono. Le diremos a su esposa. Es poco probable
que responda. Sí, camina a veces por la ciudad. ¿Ya conoce París?
Aproveche el Louvre. ¿Sabe cómo llegar a Versalles, a Disney?
Sale.
Llega a la avenida principal y mira a ambos costados. Tiene frío;
encuentra una banca en una plaza circular y solitaria; se sienta: sobre
su cabeza, un árbol comienza a escupirle gotas desde las ramas, que se
escurren por su calva y van a dar a la espalda. Se limpia con la mano
izquierda de una pasada. ¿No ha visto Jiménez las fotografías de
Kundera? No sonríe en ninguna, en ninguna. ¿Cómo un tipo así puede ser
cómico, para qué, qué necesidad tiene? Él mismo ha dicho ya, Jiménez,
que quiere densidad en sus textos, como Janacek quería densidad en sus
partituras. Tomar la broma como eje central de la literatura de Kundera
es inútil, no sólo porque no existe sino porque, en realidad, esa
descripción no presta atención a la apertura conceptual de sus novelas.
¿No se habrá dado cuenta usted, Jiménez, de que todas sus novelas están
tituladas bajo una estela abstracta: La ignorancia, La broma, La
insoportable levedad…, La fiesta de la insignificancia? Kundera está con
la vista fija en las estructuras más profundas, en eso que define y
manipula a los personajes. Los personajes no dicen qué es y qué no es la
verdad. Es la verdad, la Gran Verdad, la que dice qué deben creer.
Kundera quiere buscar esa Verdad, y para buscarla hay que ser serio, muy
serio, riguroso y paciente, disciplinado. ¡Puaj, la broma! Bobo ese
Jiménez.
La búsqueda parece una obra mal ensayada, el protagonista
entra en escena a destiempo y no termina de encajar en su entorno.
Anota algunas cosas en una pequeña libreta mientras baja a un café en un
local de Montparnasse: preguntarle a Kundera si la crisis financiera de
la Unión Europea podría ser el principio del fin del bloque, como
eventualmente le pasó a la Unión Soviética. ¿Qué piensa del auge de la
derecha en Francia? ¿Por qué no le gustan las entrevistas? Fuma aunque
no haya probado un cigarrillo en años. Tose, pero poco. Y espera.
Espera. Espera. La mesera le pregunta en qué piensa y él responde que en
la inmortalidad del cangrejo, un chiste clásico. Sonríe, como en la
foto del carné. Cangrejo: crabe, cra-be. Pide la cuenta.
Aún tiene en el bolsillo el boleto de metro que no le sirve. Debe comprar uno nuevo. Es hora pico.
Ah,
y viene Jiménez y dice después que también La fiesta de la
insignificancia tiene el mismo proceso: que es la broma por excelencia y
que Europa ha perdido el sentido del humor y que Kundera le da un buen
entierro. Quiere poner la broma como un agente de defensa frente al
autoritarismo —que, además, no existe en la novela—. ¡Es falso,
incongruente! No hay aquí —ni allá, ni en ninguna otra novela— una forma
de la broma: Kundera es de lo más serio y cuenta todo sin una pizca de
sátira. Cuenta la historia de Stalin porque Kruschev la contó en sus
memorias y porque sirve para representar al autoritarismo. Lo
representa, pero no se burla de él. A pesar de todo, Kundera siente
mucho respeto por esa forma del poder que tanto asoló a República Checa
en otro tiempo. ¿O era Checoslovaquia?
En las entrevistas que sí
ha concedido los periodistas mencionan los tejados de Montparnasse que
se ven desde el pequeño apartamento de Kundera en el barrio. En una nota
de mediados de los años noventa cree descubrir cuál es el café que
frecuenta. Pregunta por él en la barra del lugar. Se presenta, cuenta
cuál es su misión. Sí, ha pasado por acá a veces. Anota de nuevo algunas
cosas en su libreta. Espera. Espera. Se desespera. Pregunta de nuevo.
Pasa por acá, aunque hace un rato no lo vemos. Tal vez se mudó.
Ese
día no logrará ya nada. Tiene tiempo para pasear. ¿No le ha dicho eso
el editor, con ese tono pesaroso? Sale del café y toma el metro: le han
dicho que el Jardín de las Tullerías es bello, y la tarde se apaga con
un destello. En el metro va de pie, sostenido de un tubo en el centro de
la cabina. Jiménez, usted cree que si se acaban las bromas, se acabará
—todo sea dicho— la humanidad. ¿De verdad? No sea huevón. Si se acaban
las novelas de Kundera, si algún día desaparecen de las bibliotecas, tal
vez, quizá y sólo quizá, será porque se ha acabado el mundo. La
seriedad de su trabajo y de su conocimiento —¿ha visto las pocas
entrevistas que le han hecho?— permite dar cuenta, en esencia, de los
conceptos que rodearon la creación de ese gran poder autoritario que
tuvo la Unión Soviética, que afectó a su país y a muchos otros, permite
retratar con firmeza —sin burlarse, por Dios, ¿cómo es posible burlarse
de eso?— el miedo y el fracaso de una sociedad frente a sus detractores y
dominadores —premio—. Kundera representa, sobre todo, las
consecuencias, no las causas: sus novelas son textos del fracaso
—premio—. Las palabras de la derrota. El metro se detiene. Es la
estación. Las puertas se abren, una voz en francés, luego en alemán y
luego en español se suceden y él las elude. Es su estación. Y usted
dice, al final ya, que la novela de Kundera es un antídoto contra la
gran marcha del terror. ¡Es todo lo contrario! Es un fracaso, tal vez
afortunado, pero con todo y eso un fracaso —premio—. No es la Gran
Broma, es el Gran Fracaso —premio—. La resignación —podría ser buen
título, premio—. En serio, Jiménez, ¿cómo puede ser tan pelotudo?
Camina
por el parque. Se siente parisino y por eso, con la libreta apoyada en
el muslo, para que la gente sepa que sabe escribir, se sienta con las
piernas cruzadas y prende un cigarrillo. Tose poco. No alcanza a
absorber el humo; lo expulsa. Espera. Espera. Se desespera. El parque
está lleno de viejos que caminan lento. Es jueves y son las seis de la
tarde, ¿qué esperaba? Una tarea áspera ésta. Coincidencia significa que
dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se
encuentran. Maldito Kundera. Eso sólo pasa en los libros.
Ha visto
una foto reciente de Kundera: sombrero de ala corta, bufanda, gabán
cerrado al cuello. Y ahora ve hombres de sombrero de ala corta, bufanda y
gabán cerrado al cuello en el camino de enfrente, detrás de aquellos
árboles, en la crepería, sosteniendo a una niña de apenas años. La
suerte no llega. La suerte se busca.
Fuera de la banca camina
entre los árboles buscando y encuentra. Inmigrantes africanos cargados
de baratijas. Un fotógrafo de bodas. Turistas. Y en los pasajes más
cerrados y ocultos, condones en el piso. La ciudad del amor es eso:
condones usados por montones. Entre el desorden y la frustración ve
algo: un hombre que lee el periódico. Está en un claro del bosque,
sentado, y el periódico le cubre toda la cara; otro mísero parisino en
un parque de convictos. Ve, por encima del diario, un sombrero negro;
ve, más abajo, la cola de una gabardina. Otro pendejo vestido de
intelectual.
Pasa de largo y una nariz lo devuelve. La nariz. Esa
nariz. Ancha en las fosas y breve en el puente. Se detiene. ¿Señor
Kundera? ¿Monsieur Kundera? Su francés es atropellado. Kundera baja el
periódico y lo saluda. Mi nombre es etcétera, saca el carné, etcétera,
dice que lo fue a buscar a la editorial, etcétera, que es su gran
lector, etcétera, que se sabe pasajes enteros, que tiene la certeza de
que sus críticos no saben nada sobre su literatura, que lo ha defendido
de críticos como Jiménez y que incluso pelea con él en su mente, que
debe ganarse el Nobel, que la suya es una literatura dura, cruda, un
antídoto contra la levedad de la modernidad, de la que tanto habla
Bauman, que su voz es necesaria para entender la coyuntura de un mundo
que se encuentra en guerra día a día y ve cómo la vida deja de tener
peso, que sus textos no son humorísticos, que entiende que un hombre
serio y estudiado no pierde su tiempo con las ligerezas del humor, sino
que se dedica a enfrentar la condición humana.
A Kundera le han
avisado que un periodista lo busca. Pero no cree en las coincidencias, a
menos que se trate de amor. Y esta no es una ocasión de esa suerte. Lo
más fácil es hablar en checo. Desviar la atención, hacer una salida
elegante, abstenerse de la calle por unos días. El editor tenía razón:
el periodista habla mucho. Dos mil trescientas palabras, merde. Responde
en checo. El hombre calla. Por fin.
Una exclusiva: Kundera habla en checo. Titular: Kundera regresa al checo. El viaje a la semilla.
Maestro,
una pregunta, es muy rápido: ¿usted por qué no da entrevistas?
En-tre-tien. Kundera calla, cierra el diario, lo pone sobre sus piernas,
se acomoda el sombrero, sonríe ligeramente, con una amabilidad
lastimera. Y le responde en francés: usted no ha entendido nada, ¿no?
Se
levanta de su silla y deja el diario sobre ella. Camina despacio y se
va. El periodista ve en la primera página un aviso publicitario de
Disney. En su bolsillo todavía tiene el boleto de tren que no le sirve.