De Bioy Casares
Adolfo Bioy Casares, autor argentino de La invención de Morel. |
La francesa
Me dice que está
aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres
empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francés?» y continúan con la
afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta
sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman:
«Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como
si dijeran «comme vous devez éter cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi
primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere.
Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los
interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo
dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me
gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican
ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el
recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no
volverá a ver.
Tigres
El
tigre cebado se lamenta de no encontrar barbero que le atuse los bigotes.
Postrimerías
Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir.
Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No
hay.” Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir
otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles,
arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y
calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de
tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres
y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos.
Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era
un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban
juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir.
Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco
tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó
por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que
cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura
propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados
de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo:
“Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño,
para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el
brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se
preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos
él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que
le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree
fuera de lugar.
La salvación
Esta es una historia de
tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los
jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en
el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su
última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones
técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el
hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa.
"¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano-
"es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un
pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió
la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al
pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".
Post
operatorio
-Fueran
cuales fueran los resultados -declaró el enfermo, tres días después de la operación-
la actual terapéutica me parece muy inferior a la de los brujos, que sanaban
con encantamientos y con bailes.
Retrato
del héroe
Algunos al héroe lo
llaman holgazán. Él se reserva, en efecto, para altas y temerarias empresas.
Llegará a las islas felices y cortará las manzanas de oro, encontrará el Santo
Grial y del brazo que emerge de las tranquilas aguas del lago arrebatará la
espada del rey Arturo. A estos sueños los interrumpe el vuelo de una reina. El
héroe sabe que tal aparición no le ofrece una gloriosa aventura, ni siquiera
una mera aventura -desdeña la acepción francesa del término- pero tampoco
ignora que los héroes no eluden entreveros que acaban en la victoria y en la
muerte. Porque no se parece a nuestros héroes criollos, no sobrevive para
contar la anécdota. ¿Quiénes la cuentan? Los sobrevivientes, los rivales que él
venció. Naturalmente, le guardan inquina y se vengan llamándolo zángano.
El amigo del agua
El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que
por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una
de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared,
preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las
once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba
en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con
mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba
la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo
dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de
improbables clientes.
Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo
al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan
inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al
lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía,
desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces
que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba
oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada
rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó,
como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados,
ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una
noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de
besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y
yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado,
se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se
había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces
de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano
mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que,
esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua
le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy
celosa. Esta es la última vez que te hablo”.
Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre.
No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando
clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso
respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se
levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que
soltaba la canilla abierta.