sábado, 4 de octubre de 2014

En la órbita K

 Mi relación con Kafka no ha sido muy cordial

Franz Kafka, el autor que mejor expresa el siglo XX./elespectador.com

No es mi compadre, no he tenido un libro suyo más de una semana en la mesa de noche y no es, definitivamente, el autor cuya obra llevaría a la célebre y ñoña isla desierta. Aclaración: no digo esto para que los lectores piensen que soy tan exquisito que ni siquiera Kafka puede entretenerme. No. Sólo quiero dejar en claro que he sido indigno de su obra, para usar la delicada fórmula de un argentino delicado (consciente de la pedantería que entraña desdeñar un clásico, Borges solía escapar por una vía elegante y tangencial: “No he sido digno de Joyce”, por ejemplo, decía).
Esto no significa que el orejón grajo de Praga me resulte indiferente, por supuesto. Nadie puede sustraerse a la gravitación de la órbita K —letra, a propósito, que le pertenece por entero y sin discusión; honor fonético que no han merecido Homero, Shakespeare, Cervantes ni Jehová, para sólo mencionar autores de pulso debidamente comprobado.
Su obra es la resultante de la magnífica tensión entre dos cualidades opuestas: una prosa cerrada (es decir, clara, austera, poderosa) y finales siempre abiertos; tanto, que los críticos aún no terminan de urdir interpretaciones. “Ni siquiera el arte táctil y rememorativo de Proust o el universalismo experimental de Joyce han suscitado tal número de lecturas disímiles. Y no hay obra en la literatura mundial que haya emergido tan incólume de la refriega. Como un animal fabuloso —inalcanzable, indefinible— Kafka aflora una y otra vez del mar de las interpretaciones. Las aguas resbalan sobre su obra, que se alza siempre enigmática, atractiva, inquietante, terrible, absorbente, dispuesta a generar nuevas interpretaciones... y a devorarlas. Toda gran poesía es no sólo fuente, sino también recipiente; y la poesía de Kafka ha demostrado ser un recipiente de capacidad ilimitada”, (Günter Blöcker)
En efecto, algunos ven en Kafka “un espejo de edades oscuras” (Wystan Hugh Auden) por sus variaciones de temas mitológicos, o “un profeta de los totalitarismos fascistas” (George Steiner); un ángel caído que quiere regresar al Paraíso (Joachim Shoeps) o el más furioso detractor del dios de los hebreos (Erich Heller); un parabolista de la paciencia (Harold Bloom), un espíritu burlón de los laberintos de la burocracia (Juan José Arreola), un crítico sensible de la educación, la justicia, la moral, la familia, etc.
Uno de sus lectores más aplicados, G.K. Chesterton, confesó que este párrafo de su cuento “El pozo sin fondo”, era de inspiración kafkiana:
“La historia acerca de este agujero en el suelo, que llega hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado. Es mahometana por la forma, pero no me extrañaría que fuese más antigua que Mahoma. Se refiere a un sultán que ordenó que le construyeran una pagoda que se elevara y se elevara por encima de las estrellas. Lo más alto posible, como decía la gente que construía la torre de Babel. Pero los que erigieron la torre de Babel eran gente modesta y casera, una especie de ratoncillos si se los compara con este sultán. Sólo querían una torre que llegara al cielo, una pura bagatela. Él quería una torre que sobrepasara el cielo y continuara creciendo siempre. Y Alá lo abatió con un rayo que penetró en la tierra, abriendo un agujero cada vez más profundo, hasta formar un pozo que no tiene fondo, como la torre no debía tener terraza. Y por aquella torre invertida de tinieblas, el alma del orgulloso sultán está cayendo sin cesar”.
Si aceptamos que el XX fue el siglo de la bancarrota de la razón y del colapso de soberbios modelos teóricos de las humanidades e incluso de las ciencias duras, entonces podemos convenir en que la obra de Kafka es una cifra perfecta del siglo.