Mi relación con Kafka no ha sido muy cordial
Franz Kafka, el autor que mejor expresa el siglo XX./elespectador.com |
No es mi compadre, no he tenido un libro suyo más de una semana en la
mesa de noche y no es, definitivamente, el autor cuya obra llevaría a
la célebre y ñoña isla desierta. Aclaración: no digo esto para que los
lectores piensen que soy tan exquisito que ni siquiera Kafka puede
entretenerme. No. Sólo quiero dejar en claro que he sido indigno de su
obra, para usar la delicada fórmula de un argentino delicado (consciente
de la pedantería que entraña desdeñar un clásico, Borges solía escapar
por una vía elegante y tangencial: “No he sido digno de Joyce”, por
ejemplo, decía).
Esto no significa que el orejón grajo de Praga me
resulte indiferente, por supuesto. Nadie puede sustraerse a la
gravitación de la órbita K —letra, a propósito, que le pertenece por
entero y sin discusión; honor fonético que no han merecido Homero,
Shakespeare, Cervantes ni Jehová, para sólo mencionar autores de pulso
debidamente comprobado.
Su obra es la resultante de la magnífica
tensión entre dos cualidades opuestas: una prosa cerrada (es decir,
clara, austera, poderosa) y finales siempre abiertos; tanto, que los
críticos aún no terminan de urdir interpretaciones. “Ni siquiera el arte
táctil y rememorativo de Proust o el universalismo experimental de
Joyce han suscitado tal número de lecturas disímiles. Y no hay obra en
la literatura mundial que haya emergido tan incólume de la refriega.
Como un animal fabuloso —inalcanzable, indefinible— Kafka aflora una y
otra vez del mar de las interpretaciones. Las aguas resbalan sobre su
obra, que se alza siempre enigmática, atractiva, inquietante, terrible,
absorbente, dispuesta a generar nuevas interpretaciones... y a
devorarlas. Toda gran poesía es no sólo fuente, sino también recipiente;
y la poesía de Kafka ha demostrado ser un recipiente de capacidad
ilimitada”, (Günter Blöcker)
En efecto, algunos ven en Kafka “un
espejo de edades oscuras” (Wystan Hugh Auden) por sus variaciones de
temas mitológicos, o “un profeta de los totalitarismos fascistas”
(George Steiner); un ángel caído que quiere regresar al Paraíso (Joachim
Shoeps) o el más furioso detractor del dios de los hebreos (Erich
Heller); un parabolista de la paciencia (Harold Bloom), un espíritu
burlón de los laberintos de la burocracia (Juan José Arreola), un
crítico sensible de la educación, la justicia, la moral, la familia,
etc.
Uno de sus lectores más aplicados, G.K. Chesterton, confesó
que este párrafo de su cuento “El pozo sin fondo”, era de inspiración
kafkiana:
“La historia acerca de este agujero en el suelo, que
llega hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado. Es mahometana por
la forma, pero no me extrañaría que fuese más antigua que Mahoma. Se
refiere a un sultán que ordenó que le construyeran una pagoda que se
elevara y se elevara por encima de las estrellas. Lo más alto posible,
como decía la gente que construía la torre de Babel. Pero los que
erigieron la torre de Babel eran gente modesta y casera, una especie de
ratoncillos si se los compara con este sultán. Sólo querían una torre
que llegara al cielo, una pura bagatela. Él quería una torre que
sobrepasara el cielo y continuara creciendo siempre. Y Alá lo abatió con
un rayo que penetró en la tierra, abriendo un agujero cada vez más
profundo, hasta formar un pozo que no tiene fondo, como la torre no
debía tener terraza. Y por aquella torre invertida de tinieblas, el alma
del orgulloso sultán está cayendo sin cesar”.
Si aceptamos que el
XX fue el siglo de la bancarrota de la razón y del colapso de soberbios
modelos teóricos de las humanidades e incluso de las ciencias duras,
entonces podemos convenir en que la obra de Kafka es una cifra perfecta
del siglo.