domingo, 3 de agosto de 2014

El cuento del domingo

Nadine Gordimer
Un hallazgo
 
Que se las lleve el diablo.
 Un hombre que había tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos veces se había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se le había escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con las posesiones favoritas que juntos habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos sacados de la cava‑; botó los libros en cuya guarda la primera mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que pudiera recordar.
 Pero aquellas rameras y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado tan infieles como las honestas esposas que juraron quererlo eternamente.
 Se fue solo a un balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre piedras, semejantes a confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la gente ‑las mujeres‑ se acostaba en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros‑ y cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por un cordón que subía por la división entre las nalgas, para encontrarse con dos cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea de visión, mientras se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas; cuando subían del mar, acezando de placer, en dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se colgaban al agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador. Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían los pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a duras penas soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las mujeres ‑el aceite.
 Nadaba mucho; adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes por las aguas poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los niños se aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus movimientos hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las curvas de su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑. Gotas desprendidas de los cabellos mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
 Como suelen hacer los hombres cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr hacerlas besar la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance de los últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar, entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra, siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
 No todas las piedras eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el océano, tallador de gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza quebradas. Había cabujones de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno ‑desechos de barcos de carga‑, y con otras echazones que se arrojan al mar y flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de todo el mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro. No estaba sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era evidente que ninguna mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años, y empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y lado de este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que servía de puente a un círculo grabado.
 Aunque lo había sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con sus dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de pie, encima de él.
 Pero ellas se estaban embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se depilaban las cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida. La administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
 La sospecha despierta la atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los lugareños se lo embolsillaría. Así pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del carro y las gafas de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
 Puso un aviso en el periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero, junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.
 Algunas de hombres que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían de veras perdido un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando los presionaba, pidiéndoles más detalles, sólo les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era lisonjera, congraciadora (incluso llorosa a veces), identificable como la de una estafadora de mediana edad, colgaba en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido. Pero si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al hotel a reconocer el anillo.
 Descríbalo.
 Las sentaba cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus rostros. Sólo una lo convenció de haber de veras perdido un anillo; lo describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un resultado diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al inventar su descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo: si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero era una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de las piedras.
 ¿Y el color? ¿La forma?
 Se marchaban como ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que sólo habían venido por aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de manera educada.
 Pero hubo una cuya voz era diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz dominada de una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda esperanza. De encontrarlo... mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil. Pero ¿y si había una posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al hotel.
 Con seguridad tenía cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso, que sólo necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache de su cabello, que, comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente curva, se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No había huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas hacia afuera: Y entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el agua.
 Descríbalo.
 Lo miró a los ojos, volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado, dijo, platino y oro... Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un objeto que uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande... varios. Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el dedo del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo anular, donde se acomodó.
 La llevó a cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa. Viven juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las que se dan en otras parejas.

Nadine Gordimer (Springs, Gauteng, 20 de noviembre de 1923 - Johannesburgo, 13 de julio de 2014)1 . Escritora sudafricana ganadora del Premio Nobel de literatura en 1991. En sus libros trata los conflictos interétnicos y el apartheid.
Nació el 20 de noviembre de 1923 en Springs, provincia de Gauteng, una población minera cerca de Johannesburgo. Sus padres eran inmigrantes judíos de clase media. Su padre era un relojero de Lituania, proveniente de un lugar cercano a la frontera letona y su madre procedía de Londres. Empezó a escribir relatos a la temprana edad de nueve años y ya con quince publicó el primero de ellos en la revista Forum. Con veinticinco años se trasladó a Johannesburgo, donde fijó su residencia definitiva. Nunca destacó como estudiante y aunque ingresó en la prestigiosa Universidad de Witwatersrand, no llegó a finalizar sus estudios.
Se decantó en un principio por las historias cortas, publicando en 1949 su primer libro titulado Face to Face; ese mismo año contrajo matrimonio por primera vez. En 1953 escribió The Soft Voice of the Serpent, siguiendo en el estilo de historia corta. Ya en estos escritos empezó a abordar el tema social de Sudáfrica, con la enajenación de los comportamientos humanos y la segregación racial como telón de fondo.
Hasta 1953 no vendría su primera novela, The Lying Days, en la que ya quedaría plasmada su característica técnica narrativa marcada por una línea sobria, sin sentimentalismos, aunque con una gran preocupación por la degeneración humana que la rodeaba. En 1954 se casó en segundas nupcias con Reinhold Cassirer, con quien tuvo un hijo. En los años posteriores continuó escribiendo tanto novelas como relatos cortos: Six Feet of the Country (1956), A World of Strangers (1958), Friday’s Footprint (1960), Occasion for Loving (1963), Not for Publication (1965), The Late Burgeois World (1966) A Guest of Honour (1970), Livingstone’s Companions (1971), The Conservationist (1974), Selected Stories (1975) y Burger’s Daughter (1979). Durante estos años compaginó su actividad literaria con conferencias en universidades de Europa y América.
En los años ochenta publicaría algunas de sus obras más importantes: A Soldier’s Embrace (1980), July’s People (1981), Something Out There (1984), A Sport of Nature (1987), My Son’s Story (1990).
En 1991, año en el que se le concedió el Premio Nobel de Literatura, publicó Jump and Other Stories, continuando con su característica perfección formal, sin utilizar elementos superfluos.
En 1994 publicó No one to Accompany Me, aunque había comenzado a escribirla años antes y The House Gun en 1998. Ya en este siglo, The Pickup (2001), Get a Life (2005) y su última obra, No Time Like the Present (2012), que muestra la actualidad de Sudáfrica a través de la vida de una pareja de antiguos militantes antiapartheid.
Recibió gran cantidad de premios y distinciones, como quince doctorados honoris causa (por las universidades de Yale, Harvard, Columbia, Cambridge, Leuven en Bélgica, Ciudad del Cabo y Witwatersrand entre otras).
En el año 2005, fue invitada a la Feria Internacional del Libro realizada en Guadalajara, México en donde estuvo en el centro de atención, dado que tenía a su derecha a Gabriel García Márquez y a su izquierda a Carlos Fuentes. Lamentablemente los tres ya fallecidos.
La Fundación Nelson Mandela, rindió homenaje a Gordimer, manifestando su "profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica" "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo", agregó.
En sus últimos años, Gordimer hizo activismo en la lucha contra el VIH y el Sida, recaudando fondos para Treatment Action Campaign, un grupo que busca ayudar a los enfermos sudafricanos a obtener medicinas gratuitas para salvar sus vidas.
También criticó al presidente sudafricano, Jacob Zuma, al oponerse a un proyecto de ley que limita la publicación de información considerada sensible por el gobierno. "La reintroducción de la censura es impensable cuando tenemos en cuenta lo que sufrió la gente para deshacerse de la censura en todas sus formas", expresó en una entrevista el mes pasado.
Gordimer deja tres hijos.
Falleció el 13 de julio de 2014, en su residencia de Johannesburgo.2.
Obras.  1956, La suave voz de la serpiente.1956, Seis pies de tierra (Six Feet of the Country).1958, Mundo de extraños (A World of Strangers).1960, La huella del viernes (Friday’s Footprint).1965, No para publicarlo (Not for Publication). 1966, Ocasión para amar (Occasion for Loving).1966, El desaparecido mundo burgués (The Late Burgeois World). 1970, Un invitado de honor (A Guest of Honour).1971, Livingstone’s Companions.1974, El conservador (The Conservationist).1975, Selected Stories (1975).1979, La hija de Burger (Burger’s Daughter).1980, Soldier’s Embrace.1981, Gente en julio (July’s People).1984, Something Out There.1987, A Sport of Nature.1990, La historia de mi hijo (My Son’s Story).1994, Nadie que me acompañe (No one to Accompany Me).1998, Un arma en casa (The House Gun). 2002, El encuentro.2004, Saqueo.2006, Atrapa la vida.2007, Contar cuentos.2008, Beethoven tenía algo de negro.
 Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto y foto:Internet.